Cuando me asomo al niño que fui en mi cada vez más lejana infancia, veo en un rincón de aquel espacio que habitábamos a duras penas mis hermanos y yo, a un pequeño sentado, leyendo, ajeno al mundo y sus perjuicios: ¿qué sabíamos entonces de la guerra, de los demonios que rondan las calles, de las voces que se levantan a arañarnos el alma con su desesperanza, de los muertos y decapitados de cada día, del infierno que el sistema nos tiene prometido?
Sobre la mesa de la cocina de aquel galerón en el que floreció mi infancia, mi madre me enseñaba el significado tríptico, armonioso y dulce de los sonidos que se esconden detrás de las letras y de las palabras. Aprendí a leer como aprendimos todos en aquel barrio que ya no existe más en una ciudad perdida en la memoria del tiempo: sin fantasías cibernéticas que nos robaran la imaginación simple de niños que correteaban descalzos bajo los árboles y metían los pies descalzos en los canales anegados por el frescor transparente del agua, y se trepaban a los mangos para robarles el sabor de los sueños agridulces a aquellas frutas que atemperaban el estomago con su verdor.
Entre el camino de tierra y la tarde de los sábados de catecismo aprendí a leer. Guiado por la mano de mi madre y el bullicio de la chamacada jugando detrás de las paredes de adobe y carrizo aprendí a descifrar el significado de aquellas figuras menudas sobre el papel que brotaban de la nada como flores y conejos del sombrero de un mago fascinante vestido de mujer. Mi madre.
Aquel niño que fui gozaba con la lectura como hoy goza con los dulces que la lluvia me trae despacio, como para que el mundo y el tiempo se detengan. Acaso sería porque no había mayor diversión. Estoy hablando de hace 45 años, y ya sabemos que entonces no existía el nintendo, que la televisión era un lujo que mis padres no podían pagar, que el internet de hoy ni siquiera se vislumbraba a nivel comercial.
La lectura, pues, era la llave de la imaginación: nos permitía viajar sin movernos un centímetro de la silla, podíamos asistir a ritos mágicos en países remotos y remontar navegando las aguas de todos los ríos como salmones de la felicidad. Y si: la lectura inevitablemente me llevo a la escritura. Y ahí estaba aquel niño que leía y escribía, que escribía y leía sin más horizonte que el que los pocos años podían ofrecer a manos llenas: los platones de fruta fresca, el olor de la sopa caliente, la fragancia de la colonia para después de afeitar de papá, y la voz arrulladora de mamá cantando las tablas del tres y del cuatro a mis hermanos más pequeños.
De mi padre herede la calvicie, el pigmento y la vocación de solitario; de mi madre, la terquedad, las ilusiones y el gusto por la música y la literatura. Lo escaso de más que tengo lo he ido recogiendo de la vida: buscando en las latas de basura de los sueños, levantando los harapos de la felicidad, llenándome de fantasías poéticas que poco o nada tienen que ver con estos desaliñados siglos que nos ha tocado vivir sin pena ni gloria.
Porque de seguro que algo ha pasado con la lectura desde aquella vieja infancia mía a estos tiempos actuales, y no se a ciencia cierta que es. Tal vez la educación tradicional se ha relajado al grado de permitir que la lectura adquiera significados menos importantes. Quizá el viejo precepto de los clásicos griegos y romanos — “Educar para la vida” — ha tomado una nueva dimensión en nuestros días. Los conceptos mismos de Educación y de Vida se han venido redefiniendo en una aldea global donde los que más tienen —que irónicamente son los menos— gozan de los privilegios que la mayoría de los habitantes del planeta ven pasar ante sus ojos como nubes que adquieren formas fantásticas pero que jamás podrán asir con sus manos enlodadas de pobreza y esperanzas.
“Educar para la vida” se ha vuelto, entonces, un referente para la sobrevivencia, que por cierto no asegura ni un ápice de dignidad. Para los padres, la educación de sus hijos es una obligación moral; para el Estado, es una obligación constitucional. Así, la educación ha perdido lentamente su carácter de elemento de integración social porque se ha vuelto una carga, una obligación, cuando la esencia de la educación esta precisamente en la libertad, no en la acumulación de datos que poco tienen que ver con la realidad sino en proporcionar herramientas para fortalecer el espíritu y enfrentar el futuro con mejores condiciones y oportunidades de salir adelante.
La educación alude al espíritu —al pensamiento— y el espíritu a la vida —la acción—, no al tiempo ni a los relojes. Por ello la felicidad plena se manifiesta en aquellas personas que han logrado hacer coincidir su pensamiento con la acción como razón de vida, no como salida fácil a los problemas que plantea la cotidianidad. Es verdad que la felicidad es muchas veces fugaz, transitoria en la transitoriedad de la vida, pero es felicidad al fin: una mirada, un abrazo, un beso, la solidaridad, un gesto amistoso en el hombro, un te quiero rabioso, un café sin azúcar, un sueño repartido, la esperanza de algún día recorrer los múltiples rumbos de la piel y el corazón… yo qué sé…
Pero ¿qué hay de aquellos que no tienen opciones, de los que han vivido siempre a la sombra pegajosa de las estadísticas grises de la pobreza? ¿Qué hay para ellos en este mundo dispuesto para los triunfadores? ¿Qué respuestas le ofrecemos a tantas preguntas que se formulan en el silencio de los barrios marginales, en la dolorosa realidad de la miseria, en la enfermiza cuna de las familias desintegradas, disfuncionales ante los ojos de los aparatos burocráticos? ¿Cuántos sueños, cuantas esperanzas se quiebran sin siquiera tomar la forma solitaria de los niños que en su corazón quisieran llegar a ser doctores, ingenieros, abogados, maestros, artistas, escritores o simplemente llegar a ser alguien en la vida?
Las preguntas están ahí, siempre han estado. Pero las respuestas son tan escasas que el silencio las arropa con su manto de vergüenza. Porque nadie puede negar que los niños y los jóvenes tienen un brillo especial en los ojos cuando se les ofrece la mínima posibilidad de ir a la escuela, de gozar en los cuadernos, de formarse en la vida; sobre todo aquellos que al llegar cada noche sienten que el calculo de su vida es una resta constante, mientras que las sumas están en el lado luminoso de la ciudad o en la tentadora opción que representan los oficios deshonestos y la practica de la ilegalidad.
Las respuestas son pocas. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los que escasamente nos atrevemos a escribir libros, a comprar libros, a regalar libros y ofrecerlos como recetas de vida, sino seguir intentando derrumbar las murallas de la inconsciencia, darle vuelta a las cosas para que los días tengan otro rostro, picando las piedras de la ignorancia para pavimentar la inteligencia con nuestros minúsculos libros como granitos de arena?
Y es que si los libros no nos sirven para ver al mundo de otra manera y ofrecer nuevas soluciones a los múltiples teoremas de la realidad, de nada nos sirven entonces, pues la dicha de estar vivos tiene mucho que ver con los libros que se abren como abanicos para refrescarnos el alma: ya sabemos que las personas, como los jardines, se cultivan, no se domestican.
Debemos tener en claro que en algo habremos fallado si no tenemos la capacidad de hacer ver que lo importante no es brincar para alcanzar las estrellas, sino aprender a saltar por el gozo de hacerlo; que no se trata de ser sabios, sino de aprender a discernir entre las múltiples opciones que la cotidianidad ofrece, que la imaginación es un rasgo de la inteligencia y que la vocación literaria es también una manera sutil de pintarle una raya a la realidad.
Escribir en estos tiempos, después de un siglo que ha condensado prácticamente todas las infamias de la historia humana, supone un compromiso con nosotros mismos, como individuos y como sociedad, como arquitectos y obreros de la paz, además de establecer una comunión especial con un lenguaje muy particular, el escrito, ese que hemos relegado para llenar solicitudes, facturas, cartas comerciales y, acaso, lastimosamente, una postal con siete líneas.
Y en ese mundo de la literatura cabemos todos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, jóvenes y ancianos, solteros y casados. Porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su carga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados. La imaginación —ya sabes— es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa porque está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la literatura.
Todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el odio o el amor nos toca con su fragancia primaveral, aun en la mitad más congelante y salvaje del invierno. Todos estamos habitados por el Dios de las maravillas, el que nos convierte en individuos sensibles y sociables, susceptibles al dolor y a la felicidad.
Somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad a flor de piel. Pero si eso no nos sirve para cambiar nuestro entorno, ¿de qué nos sirve entonces?
--
--