Llegó y se plantó frente a mí como seguramente se plantó Helena —esposa de Menelao, rey de Micenas— frente a Paris —hijo de Príamo, rey de Troya— antes de que este caón parisino se enamorara de ella y la encajuelara en una de las naves troyanas para llevársela do pudieran vivir felices, pero no contaban con la astucia de Brad Pitt en su celebrada interpretación de Aquiles, novio de Patrocolo, el de las nachas redondas…
Bueno, así se plantó frente a mí y me dijo: “Soy Yesenia Sánchez (YS), ¿me recuerdas?, fui tu único y gran amor para siempre cuando estábamos en la secundaria…”, y después le dio un chupetón a la paleta de vainilla con fresa que traía en la mano derecha.
Yo, que soy de natural miedoso, vi a la tal Yesenia y sentí que el mundo se me venía encima: hagan de cuenta que era como mi prima Oyuki, que es de la generación XL, y a la Pig juntas… ¡y sin anestesia! Y ante tamañas redondeces, ¿qué me iba a andar acordando que había sido, hace como mil años el único, verdadero y para siempre amor de mi vida? ¡N’ombre! Ni que yo fuera como el tipo del comercial de la Tecate, que nomás le llegó al novia de antaño le dijo a sus amigos: ¡Saben qué?: me les caso…
Hagan de cuenta que así me pasó aquella vez a mí, pero sin ese final feliz…
Y es que hablar de amores únicos, verdaderos y para siempre es como quitarse la piel con un pela papas para encontrar respuestas a preguntas que uno ni siquiera ha formulado.
Verán: amar es una práctica o un oficio que comporta en cierto modo una ritualidad ceremonial parecida en muchos casos a actos sagrados; escribir tiene cierto parentesco con una liturgia particular donde la facticidad real del mundo circundante o la objetividad empírica de lo dado-constituido, de alguna manera, es sometida a permanente katarsis, dijera mi amigo el Polacas, que ya está programado para la cesárea en el Hospital Chávez con su ginecólogo de cabecera, según comentara Porfirio “La Magnolia” Jiménez, presidenta de su club de fans…
Y es que puede decirse que uno se enamora para no morir del todo, para hacerle una trastada a la muerte. Algunos dicen que uno se enamora para trascender; otros sostienen que aman porque no soportan el pesado fardo de la realidad y necesitan forjarse un mundo aparte, alterno o paralelo donde puedan coexistir mejor con sus fantasmas. Hay quienes, incluso, llegan a afirmar que aman porque no pueden dejar de hacerlo.
No obstante, en rigor, es saludable reconocer que existen temperamentos que una vez descubierto el "vicio de amar" ya no pueden, so pena de prescindir de su propia existencia, dejar de hacerlo.
Y otros, como dice alguien que yo conozco, aman para recordar, para alimentar su paso por la vida.
Si nos sujetamos a las etimologías, veremos que Re-cordar, a-cordar, es traer al corazón, sentirlo en él de nuevo, como entonces. Y saber de memoria, como dicen aquellos: to know by heart, llevarlo en el corazón, tenerlo escrito, porque los recuerdos son cosas que se hunden. Si no, nunca podrían ser profundos. Tal vez como bolsitas de té, bolsas de luz: «luz que medra en la sombra, más espesa/ hace la sombra, y más durable acaso».
Y es el nombre, o un olor, el hilillo que podemos usar para intentar tirar de ellas. Y según, en nuestro mar, se van hundiendo las bolsas, más probable es que, un día, el hilo se rompa. Que dejen de ser nuestros los recuerdos. Que empecemos nosotros a ser suyos. Y que sea la marea, esa inmensa marejada interna, la que, sin intervención de nuestra voluntad, un día u otro se revuelve y nos arroja los recuerdos, buenos o malos, avasalladores, a borrar las tonterías que en ese momento estemos pensando. Como sea, ¡qué tzinga esto de amar y recordar, compas!
Para recordar, en fin, hay que olvidar primero. Juegan al escondite los recuerdos. Te tengo en la punta de la lengua. Te convido a un recuerdo; no me tomes a mal. Que es que yo ya no sé cómo llamarte. Y salen del olvido lavaditos los recuerdos, como en líquido amniótico, relucientes: como las piedrecitas del camino que se dejan caer en el agua, en el mismo lavabo de casa: y salen relucientes, las mismas y no las mismas, como si, de repente, hubieran recobrado la infancia.
Hasta las mismas diosas olímpicas, que sabían de amor y de tiempo, se lavaban una vez cada año en el Leteo, el río del olvido que fluye por la sombra, para recuperar, dicen los zafios, la virginidad.
Pero esto, seguramente, haya que interpretarlo ampliamente: la virginidad de la vista, la del corazón, la de la lengua.
Para ser eterno hay que saber olvidar. Sabemos que es un sofisma, pero si olvidáramos algo lo bastante hondo, debajo de nosotros, estrato tras estrato, primero la conciencia, luego la subconsciencia, después el inconsciente común, después lo que no tiene ya nombre: ¿adónde irá a buscarlo la muerte? ¿Cómo no dudar si será eterno, puesto que de nosotros no depende?
Se recuerda la infancia, dicen, casi siempre. O es la infancia la que siempre recuerda. La vida es indigesta y reitirada: los primeros platos aún nos repiten. Primeros juegos, besos primeros. Pero es la infancia misma la que siempre recuerda: como nada más despertar de la siesta se recuerdan, confundidos, los ensueños, y uno, si acierta a quererlo, empieza a tirar del hilo, y va surgiendo toda (hasta allá donde se corta) la memoria de todo lo vivido, de todo lo soñado. Yo estaba cayendo...
Pero antes, ¿qué era? Cruzaba una llanura, camino del precipicio. Y veía, por el camino que venía del abismo, por el camino de baldosas blancas, a todos los amigos que entraban en el sueño, que venían con los ojos nublados, avanzando en sentido contrario al mío... Pero antes, ¿qué era? Antes había cruzado la alambrada, asustado, consciente de llegar al final, deseoso de andar, sin saber aún que me esperaba el abismo. Y antes... Antes ya no lo sé. Seguramente era una guerra. Era la ciudad de mi infancia, donde yo paseaba en bicicleta entre largos soportales. La ciudad de las columnas. Pero ya no sé decir por qué luchábamos. Sólo sé que tuvimos que huir, que sólo yo pude llegar hasta la zona maldita, protegida por alambradas...
Y cambia ya la dirección del sueño, se da la vuelta la cinta, y no es posible ya rebobinar más atrás: y qué bien sabe uno cuándo empieza a mentir, a inventarse a conciencia lo que falta. Que son como trozos de cemento que uno añade para apoyar los trocitos que valen, las piedras sacadas del agua. Y es lo mismo cuando escribes, y estás inspirado: que tienen las cosas el mismo sabor de verdaderas, aunque nunca hayan sido, el aire de recordar los recuerdos del otro que no es uno.
Se echan cada día a lavar los sentimientos. Se recuerdan la infancia y el amor. Del resto el inconsciente, que es quien sabe, se va quedando limpio con el tiempo. Probemos alguna vez a preguntar qué recuerdan los viejos. De la infancia ya hemos dicho bastante, sin duda demasiado. Probemos a ensuciar el amor: ¿por qué tzingaos lo recordamos? Yo pensaba una vez que el amor, después de todo, es el último juego, el que acaba de una vez con la infancia. Queda bonito y es trágico, pero yo recuerdo el amor en la infancia, ser un niño y amar. Quizás el sexo sea otra cosa; pero amar es algo sublime que está por encima de los cuerpos, ya sabes…
Recordemos el amor: ¿hay algo de verdad en él que no sintiésemos cuando niños? El rubor, el pulso desordenado, la incapacidad de articular palabra, la rotunda negativa a aceptar, como dicen los demás, que lo que te pasa es que estás enamorado. Porque estar enamorado, y eso un niño ya la sabe, es algo que dura un tiempo, que tiene que ver con las relaciones sociales, con las estructuras del parentesco y porquerías parecidas.
Y esto que uno siente no tiene nada que ver con eso, es un delicioso escalofrío, una enfermedad para lo que uno no posee ni quiere anticuerpos. Y quieres verla y no verla, verlo y no verlo; y sientes un dolor placentero, pero dolor, del que hace apartar la mirada como se aparta la mano de la llama. Y es como si, cuando está el amor, entrara la música en la película de la vida: es el amor el sentido que uno intuía que tenían las cosas.
Y va el amor al lado del cariño, pero ya uno de pequeño sabe que no es lo mismo; y tal y cual son tus amigos y amigas, pero cuando llega esa otra, ese otro, que quizá ni siquiera son amigos como los otros, quizás se les conoce mucho menos, quizás nos son hostiles y desdeñosos, siente uno que a los amigos los quiere, pero que por lo otro uno, llegado el caso, los traicionaría y abandonaría (sintiéndolo mucho, sintiendo caerse un cacho del corazón): eso dicen los filósofos, y habrá quienes estén de acuerdo con eso.
Pero yo no estuve de acuerdo cuando vino y se plantó frente a mí y me dijo con toda su amplia redondez, como si fuera la luna que rige a cáncer y a los lunáticos: “Soy Yesenia Sánchez, ¿me recuerdas?, fui tu único y gran amor para siempre cuando estábamos en la secundaria…”, y después le dio un chupetón a la paleta de vainilla con fresa que traía en la mano derecha. Yo sentí un escalofrío que me recorrió desde la nuca hasta donde ustedes se imaginan, y después salí corriendo: ya ven que ya todo me vale máuser… ha de ser por la sangre apache que corre por mis venas, je…
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