Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
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Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
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Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
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Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
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Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
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Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
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Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
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Saben que nunca han de encontrar.
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El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
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Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.
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Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
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Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
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Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
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Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de la gente que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como en una lámpara de inagotable aceite.
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Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
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Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
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Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
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Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.
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Jaime Sabines
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