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viernes, 17 de agosto de 2012

Gimnasio y literatura…


Así es, señores, la literatura es una farsa. Quien afirme lo anterior estará próximo a la verdad. La farsa es esencial en la literatura pues sin ella quedaría reducida a un documento sin gracia. Ahora bien: el que algunos escritores añadan a la literatura la farsa de su persona es otra cosa. La consecuencia de esta suma sería una especie de doble papel que no sería nada bien visto por quienes estamos interesados en ese arte en la actualidad tan poco apreciado. Un exceso de presencia es algo similar a un exceso de farsa. Pero yo quería hablar de los gimnasios.
 
Durante un respetable número de años jugué al baloncesto en la universidad y antes de cada práctica realizábamos, los jugadores, una hora de gimnasio. Éramos unas bestias que amaban sus músculos y sus habilidades. Cuando salíamos del gimnasio asomaba en nuestro rostro un gesto de vanidad satisfecha. Me asombra ahora esa ausencia de pudor que mostré en el pasado. Los jugadores compartíamos el gimnasio, las regaderas, nos abrazábamos empapados de sudor después de ganar un partido: felicidad y exhibicionismo marchaban de la mano.
 
Y ahora no soporto siquiera la idea de pasar ante un gimnasio y ver a todas esas personas desconocidas entre sí ahogadas en el vapor de sus propios humores. El sólo hecho de imaginarme allí dentro me hace sentir un terror que está a punto de sobrepasar mi capacidad de dominio. Es verdad que una infinidad de seres extraños habitan dentro de una misma conciencia. La conciencia sería el gimnasio donde ese conjunto de individuos se ejercita para morir. Insisto en que a los viejos no les gusta bañarse porque detestan su cuerpo, o porque se han vuelto cínicos y haraganes. Podría decir que se han hecho sabios, aunque es evidente que la mayoría de los ancianos no merecen ese calificativo. Sospecho que mi fobia a los gimnasios está relacionada con el hecho de que la vejez se encuentra posando en el horizonte.
 
Pero yo quería, en realidad, hablar de la farsa.
 
Cada vez que un escritor tiene éxito, la literatura muere un poco.
 
No podría explicarme como es debido, pero considero que la exhibición de las destrezas va en contra del buen arte. Premios, reconocimientos, declaraciones ampulosas, baile sobre la mesa, gimnasios dentro de una vitrina: algo va mal y me lamento de mi incapacidad para describir ese mal.

Con tal de ayudarme acudo a un párrafo de El discreto, en donde Baltasar Gracián charla sobre los libros y el aliño. “En ocasiones, si con rigor se examinan, no se les conoce eminencia, ni por lo ingenioso ni por lo profundo; y con todo eso son plausibles, en fe de lo aliñado.”
 
El capítulo “De la cultura y el aliño” puede conciliarse del siguiente modo: hay libros que están bien escritos y no valen nada, y otros de gran valor que se muestran desaliñados o descuidados en su apariencia y son despreciados por esta causa. ¿Y no es esta cita, también, practicar un poco de gimnasia? Lo es y extiendo una disculpa como si el decoro tuviera longitud.
 
Varios de mis compañeros de equipo en el baloncesto medían más de dos metros y pese a que ellos no eran del todo conscientes de la vergüenza que les causaba su estatura, su comportamiento no era arrogante más que cuando salían del gimnasio después de haber engordado sus músculos, o cuando durante el juego le ponían un tapón al pobre desgraciado que no había calculado bien la fuerza de su oponente. Fuera de eso se mostraban nobles, sencillos y dispuestos a llevarse a casa a un perro herido para curar sus males.
 
Sucedió apenas unas horas antes de que me dispusiera a escribir esta columna: una joven mujer se quejó conmigo sobre los escritores que en la mesa abusan al hablar sobre literatura y demás noticias del gremio. “Yo me aburro, y no tengo nada que decir, pues ellos no me ponen atención y me toman por ignorante”, me dijo. “Están en el gimnasio, no salen de allí, te ruego que los disculpes a pesar de que su actitud es imperdonable”, le respondí.
 
Por desgracia el daño ya estaba hecho.
 

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Guillermo Fadanelli

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(Escritor. Entre sus obras destacan Lodo, Educar a los Topos y Hotel DF (novelas); Plegarias de un inquilino (crónicas); Mariana Constrictor (relatos); y Elogio de la vagancia (ensayo). Sus novelas han sido traducidas a seis idiomas. Premio Colima de Literatura 2002. Fundador de la editorial y de la revista Moho. Miembro del Sistema Nacional de Creadores).


(El Universal. 20 de febrero de 2012)
 
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