Trova y algo más...

martes, 18 de diciembre de 2012

Prosas Leprosas: el mapa del continente humano...


Vine a la Casa de la Cultura porque me dijeron que aquí se iba a presentar el libro Prosas Leprosas, de un tal Enrique Ramos. Me lo dijeron por correo electrónico cada miércoles y yo prometí que vendría a la presentación. Y es que en plena agonía del empacho cibernético y al borde de la locura, yo estaba en plan de prometerlo todo. Y aquí estoy.

Les diré que para los que no nos cocemos ni al tercer hervor; o sea, los que cabalgamos a lomos de mula de 50 años —más los que se acumulen en la semana—, la lepra era, en nuestros años de la infancia descalza e indocumentada, el clon del fantasma que recorría Europa: un terror vestido con harapos, que dejaba a cada paso un trozo de su cuerpo sanguinolento que, en muchas formas —y como al gober Etilio, el macho más macho de Jalisco—, nos daba como asquito

Creo que eso tiene una explicación cinematográfica, según mis investigaciones: muchos años después, frente al libro Prosas Leprosas, todos nosotros habríamos de recordar aquella remota tarde en que nuestro hermano mayor nos llevó al Cine Río Mayo de Navojoa a ver la película “Santo contra los jinetes del terror”, una producción región cuatro en la que el héroe del pancracio —en un ambiente más western que las radios locales que nos contagian con rolas gruperronas— enfrentaba a una pandilla de leprosos que se escaparon de un sanatorio y empezaron a causar destrozos alrededor del pueblo. Algo así como lo que hacen ahora los jóvenes en una juntada de más de 10,000 asistentes un fin de semana cualquiera.

En aquellos años jipiosos de principios de los setenta, quienes vieron las películas de Santo, el enmascarado de plata, luchando contra ejércitos de leprosos (con el mismo fragor y entusiasmo con el que hoy los súper héroes y súper héroas —diría Fox— luchan contra cientos de miles de zombis en todas partes, menos en las calles de Óputo, donde no existen los zombies, nomás espantos y bultos) entenderán de lo que les hablo, pues la lepra era ni más ni menos que el apocalipsis de una vida greñuda, sana, basquetbolera y, en el peor de los casos, un tantito inclinada a uno o dos joins sicodélicos, necesarios para tratar de entender el significado del título de aquella canción del grupo Iron Butterfly: “In A Gadda Da Vida”, que dura la friolera de 17 minutos gay lussac, lapso en el cual uno puede contraer lepra y aliviarse tomando dosis obscenas de dapsona, rifampicina y clofazimina, según recomienda el Dr. Google.

No sé por qué el Enrique Ramos le puso Prosas Leprosas a su libro. Cuando leí la obra, mi instinto literario no encontró rastros de lepra en los textos. Ciertamente vi uno que otro coraje, alguna angustia, ciertos insomnios sembrados entre los versos, pero no me sorprendió, considerando que el autor ya puede aplicar por una credencial del Inapam Diamante.

Sé lo que es una prosa y, como he dicho, la lepra ahora es algo que ya no causa tanto espanto como provocaba en nuestros años infantiles. De hecho, es una enfermedad infecciosa completamente curable, y no de ahora, sino desde hace muchos años. La historia local nos cuenta que Luis Encinas Johnson, el bulevar que cruza Hermosillo de punta a punta, se sobrepuso a la lepra hace como 80 años.

Y sé también que leer Prosas Leprosas es como destapar la caja de Pandora y el pomo de las esencias al mismo tiempo: ahí se encuentra todo eso que el ser humano de la primera década del siglo XXI atesora bajo la piel, todas las preocupaciones que hacen que un individuo común, corriente y co-riente como Enrique Ramos vuelva la vista hacia la sustentabilidad bucólica de una hamaca y los huertos de vegetales de las letras.

(Ya saben ustedes que la sustentabilidad es algo así como el jamón del sándwich de la ecología; es decir, más que una ciencia pintada de verde, con tucán incluido, es una actitud personal ante lo que había en el refrigerador del mundo cuando llegamos todos, lo que hay ahora mismo y lo que le dejaremos a los que se quieran quedar después de que se cumpla el vaticinio de los mayas… o de los mayos, encabezados por el gordo de Etchohuaquila, que es peor).

En Prosas Leprosas reconocemos a alguien que dice que no le duele nada pero que le duele todo, aunque vi por ahí que lo que más le duele es “aquellito”: eso que puede ser una simple inspiración divina traída hasta la playa de este libro por un ángel disfrazado de motociclista pizzero, o puede ser una vil aberración escatológica… lo que ocurra primero.

Enrique dice que no le duele nada… nomás “aquellito”, y si eso es lo que me imagino, debo decir entonces que Prosas Leprosas resulta un buen mapa de rutas para llegar ahí: a los dolores del cuerpo y del alma, a las esperanzas de un abuelo y a los deseos de un hombre que ama y desea. Me recuerda, para decirlo de un tirón, la canción “Detrás de una guitarra”, del trovador cubano Noel Nicola.

Parafraseando al cubano, me atrevo a decir que detrás de Prosas Leprosas hay un tipo lleno de complejos, un tipo que no escapa a las leyes de nuestro universo, pegado a la tierra, urgente de besos. Está la soledad, la compañía fiel, la muerte de papel, juguetes de peluche, alguna que otra herida chorreándole, un tipo que camina y que hasta escupe, suda, come, traga.

Detrás de Prosas Leprosas hay un tipo ni bueno ni malo, que cuando llueve observa con calma su patio mojado, pendiente de guerras, sediento de años. Hay un poco de mar, periódicos de ayer, un olor a café y un violín en su estuche, un bastón rojo y blanco, cervezas sin espuma, un tipo que hasta tose, y que estornuda, va al baño, hace el amor.

En fin, detrás  Prosas Leprosas  hay un simple ser humano.

A mi parecer, más que prosas, más que poesía, más que literatura, el contenido de  Prosas Leprosas es un viaje por el continente humano. Ya se sabe que todavía quedan zonas vírgenes en ese continente, que hay regiones ignotas e inalcanzables que nos forman y conforman como seres humanos, que intuimos que están ahí porque alguna vez nos duelen, aunque no sabemos dónde quedan. Podremos llamarles familiarmente con mil nombres, denominaciones que nos recuerdan jirones de la niñez o etapas cochambrosas de la adolescencia o definitivamente momentos cachondos de la juventud, pero no sabemos a ciencia cierta qué nombre científico tienen, aunque al final poco importa eso porque el Enrique Ramos nos describe todas y cada una de esas regiones del continente humano en las páginas de Prosas Leprosas: ahí está él y ahí estamos nosotros. Estamos todos porque a todos nos duele “aquellito” alguna vez en la vida.

Enrique Ramos recoge en Prosas Leprosas el sentimiento que nos heredara hace más de dos mil años el escritor romano Publio Terencio Africano, y que se condensa en las palabras: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, que en español se escucha menos agresivo: Soy humano, nada de lo humano me es ajeno. Y sí, en Prosas Leprosas somos testigos de la vida cotidiana de una persona a la que nada le es ajeno. Y al leer el libro esa persona somos todos los presentes… y también los ausentes.

Finalmente, yo también, como el autor, me pregunto si Prosas Leprosas ¿es poesía, es prosa, es proesía? No lo sé. Eso lo determinará cada lector.

Recuerdo un caluroso día en que doña Amanda, mi querida y fallecida suegra, me dijo la receta de una bebida muy rica y refrescante para aplacar la sed y la calor. Conociendo, como bien conocía, mi incapacidad para imaginar cantidades y formas geométricas, en contraste con la realidad, sólo me dijo:

—Agarras un vaso grande, le echas hielo, un chorro de wiski, un chorro de soda de toronja y un chorro de limón, y listo.

—¿Cuánto de cada cosa? —le pregunté con ese lenguaje científico que me caracteriza.

—No lo sé —me respondió—, depende de cómo quieras tu bebida: los días con mucho calor le pondrás más hielo que los días con menos calor; si la quieres con menos sabor a limón no le echarás el chorro de limón; si te quieres poner hasta las greñas —se entiende que en mí esa expresión es un mero tropo literario— le pondrás más wiski… y así…

En Prosas Leprosas Enrique Ramos nos da la receta para conocernos, independientemente de cuánta poesía, de cuánta prosa, de cuánta proesía le pongamos al vaso. Eso depende de cada uno. Lo importante es tomarse ese trago literario que nos ofrece el autor.

Y lo mejor de todo es que el próximo miércoles, nuestros correos electrónicos descansarán… hasta que el Enrique Ramos publique un nuevo libro.

Salud por este trago.

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