He escuchado la historia magnífica de una mujer que le era infiel a su marido pero sin serle infiel, pues vivía un engaño pasional producto de recados y flores que un presunto desconocido la enviaba cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta.
Y ése era ni más ni menos que su propio marido.
Así me lo contó un compañero de trabajo que siempre anda desperdigando historias inverosímiles.
Tan increíbles son las historias que relata, que muchas veces se queda una con la duda de si lo que dice aquel cotidiano ser alado es cierto o es otro pretexto para socavar las horas del día en asuntos que nada tienen que ver con la realidad y sus misterios absurdos.
Yo no sé.
Y es que este individuo se describe como un ser que siempre dice mentiras. “Yo siempre digo mentiras. Todo lo que digo es mentira”, subraya, y entonces surge la duda motivada por la reflexión aristotélica de que si todo lo que dice es mentira, entonces la aseveración, como en la vieja lucha de contrarios y de multiplicación de valores negativos, resulta una verdad irrefutable. Mejor sigo con la historia de la infiel que, sin saberlo, no lo es.
Dice este relator de historias que él supo de aquella mujer una tarde de hace casi treinta años. “Era otoño —cuenta el mentiroso—, y caía una lluvia finita sobre la ciudad. Parecía que en alguna parte del universo alguna fuerza superior estaba sacudiendo una alfombra de agua. Y, de pronto, en algún lugar empezó a sonar una melodía calma que se fue yendo sobre el lomo escuálido de los ríos que formaba la llovizna”.
La música, según la voz del juglar cotidiano, relataba un romance dislocado por un poco de mal genio y una pasión absurda. Callada pero absurda. Algo así como las dos caras de la misma moneda del amor, que todos gastamos, o ahorramos, según sea el caso, de manera diferente.
No sé si sea posible vivir un romance así, en el que una mujer (o un hombre, que también pudiera suceder) se sienta tan desperdiciada en su vivir cotidiano que busque quien llene ese hueco que su propia pareja va dejando ya por cotidianidad, ya por enfado, ya por descuido. Ya por todo eso sumado, y multiplicado por la tristeza.
Y empiece a construir mundos alternos alentada por las voces del pasado, por los recuerdos de un tiempo azucarado por la felicidad, por la resurrección encarnada en el vientre de aquella sensación casi olvidada de los días del amor.
“Tanta soledad y tanto descuido tiene su riesgo —abundó el mentiroso—, porque uno se vuelve una sustancia frágil que cualquiera, incluso la misma pareja, puede moldear con palabras exactas, con miradas tiernas, con descuidados roces en la piel que acarrean escalofríos indomables que pueden desatar tormentas que arrasan toda cordura”, y después dio un sorbo a su tazón de café con tres cucharadas de azúcar.
“Tengo la prueba de que amores así pueden existir —sentenció mi compañero de trabajo—. Sé que uno puede volver a enamorarse sin saberlo de aquella persona que nos acompaña desde hace mil años, que duerme a nuestro lado, que abrazamos en la espantosa profundidad de la medianoche, que se levanta al alba para trazarnos el camino del día con su silencio y las fragancias del desayuno”.
Después sacó de su viejo maletín un casete antiguo, maltratado y sin señal del cantor, y lo colocó en un tocacintas portátil más viejo que él mismo.
Y, como aquella tarde de otoño de hace casi treinta años, como dijo el hombre alado, se fue deshilando una voz femenina que narraba la historia de aquella pareja infeliz que vivía la cotidianidad acaso como la vivimos usted y yo, amable lector: descuidadamente.
Era Cecilia la cantante, y era “Ramito de Violetas” la canción, que dice:
“Era feliz en su matrimonio aunque su marido era el mismo demonio. Tenía el hombre un poco de mal genio, y ella se quejaba de que nunca fue tierno. Desde hace ya más de tres años recibe cartas de un extraño, cartas llenas de poesía que le han devuelto la alegría.
“¿Quien le escribía versos, dime quién era? ¿Quién le mandaba flores por primavera? ¿Quién, cada nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta, le mandaba un ramito de violetas?
“A veces sueña ella y se imagina cómo será aquél que tanto la estima, será más bien un hombre de pelo cano, sonrisa abierta y ternura en sus manos. Quién será quien sufre en silencio, quién puede ser su amor secreto, y vive así, de día en día, con la ilusión de ser querida.
“Y cada tarde al volver su esposo cansado del trabajo la mira de reojo, no dice nada porque lo sabe todo, sabe que es feliz así de cualquier modo. Porque él es quien le escribe versos, él es su amante, su amor secreto. Ella, que no sabe nada, mira a su marido y luego se calla...”
Y ahí termina la canción.
“Ah, ¿pero si no fuera su esposo quien le enviara las flores cada nueve de noviembre? —preguntó el mentiroso—. De seguro que la historia sería otra. No sé si hubiera terminado en tragedia o en divorcio. Lo que sí sé es que no hubieran escrito esa canción tan bonita”, dijo con una sonrisa entre cínica y cachonda (porque ésta si es una linda canción de amor, no las porquerías comerciales y empalagosas que se transmiten a diario).
Pues sí, pienso yo, pero a la mejor hubieran escrito una más bella.
Cabe la posibilidad, ¿qué no?
--
--