El Felipe ha sido quien ha adelantado los tiempos electorales.
Primero con la promoción de las alianzas opositoras, luego al llegar al extremo de pedir a su partido un candidato presidencial externo.
Ahora suscribe la candidatura de Ernesto Cordero, un colaborador leal, pero sin mayor historia. Calderón quiere gobernar y trascender, pero él es quien inició la guerra en su partido.
Como toda persona en ese estado de ánimo, el Calderón no advierte la manera como se le interpreta cuando comparte públicamente expresiones de incomprensión.
Los dardos presidenciales a sus críticos se le vuelven en contra.
Queda claro, como todos los presidentes en su quinto año, que Felipe Calderón padece un sentimiento de frustración por el escaso reconocimiento a las realizaciones de su gobierno y por el desentendimiento de algunos o muchos sobre las razones que impidieron que se alcanzara mucho más.
El Felipe, como todas las personas, vive en su interior una contradicción: por una parte, es quien gobierna y, por la otra, aspira a que uno de sus afines continúe en el proyecto político que en las más inciertas circunstancias empezó hace más de seis años.
En perspectiva, fue una hazaña que Felipe Calderón llegara a la candidatura y después a la Presidencia. Pero al igual que Vicente Fox, casi todo se quedó en el camino; ambos no entendieron la investidura, ni su tiempo, ni su poder, ni nada.
Al menos Fox fue más discreto en su frustración, pero todo lo resolvió en la lucha obsesiva contra AMLO. Tuvo éxito en su empeño, en parte, por la terquedad y soberbia del candidato que sí llevaba una ventaja considerable en las intenciones de voto a meses de las elecciones.
Calderón va al ataque. Pero la contradicción lo disminuye y, en ciertos frentes, lo anula.
Impulsar o dejar que impulsen (para el poder presidencial es lo mismo) de manera temprana la candidatura de Ernesto Cordero significa llevar a su partido al tercer lugar en las elecciones del Estado de México, premonitorio de lo que podrá ocurrir en el 2012.
Creel y sus adelantados tienen la mayor fuerza en la entidad, y sin chistar concedieron la candidatura a Bravo Mena, un hombre honorable como pocos, pero quien tenía décadas fuera.
Hoy Calderón les paga con un madruguete.
El panismo mexiquense de carne y hueso queda desarticulado y en las peores condiciones, a grado tal que no alcanzaría ni 18% de los votos, proporción que el mismo Bravo Mena obtuvo en 1993, cuando el país no conocía las elecciones en equidad.
Por llevar la fiesta en paz con el PRD no quisieron impugnar el registro de Encinas y ahora ven las consecuencias de la omisión.
Calderón va al ataque en el frente de la seguridad. Son las acciones y también la comunicación, pero las respuestas a fondo requieren de la coordinación con los poderes municipales y estatales, a quienes ha alejado por su embestida pública a manera de reclamo por el atraso en la certificación de los mandos superiores locales en materia de seguridad.
El Felipe insiste una y otra vez sobre la supuesta negligencia criminal de antecesores o de poderes públicos locales. Todo se queda en la recriminación y cuando se actúa, como ocurrió en Michoacán, se malogra el proceso por la fragilidad de los elementos probatorios. A destiempo exige del Congreso una reforma política, pero se queda callado sobre la aprobación en el Senado del mando único estatal. Una reveladora contradicción.
En la puja por la vacante en el FMI, Calderón promueve a Agustín Carstens, gobernador del Banco de México.
Envía a los suyos al cabildeo sobre una posición que significaría un honroso reconocimiento al ungido y al promotor, pero de poca relevancia para el país, además de la pérdida de uno de los más sólidos exponentes de la tecnocracia financiera en una posición pública fundamental.
Si Ernesto Cordero realmente va por la candidatura, su renuncia más pronto que tarde habrá de materializarse.
El eventual, aunque poco probable, retiro simultáneo de los titulares de los dos cargos más importantes en materia económica es un juego más próximo a la ligereza que a la audacia.
El Felipe ha sido quien ha adelantado los tiempos electorales.
La sucesión anticipada tuvo un primer momento en la promoción de las alianzas opositoras y el perfilamiento de Marcelo Ebrard como su posible candidato, al tiempo que la cúpula del PAN expulsaba del partido a Manuel Espino, el dirigente nacional cuando Calderón ganó la Presidencia.
En el despropósito, en marzo pasado Calderón llegó al extremo de pedir a su partido un candidato presidencial externo. Ahora, cuando la inercia de las preferencias se inclina a favor de Santiago Creel y Josefina Vázquez Mota, sus afines suscriben la candidatura de Ernesto Cordero, un colaborador leal, pero sin mayor historia y prestigio que no sea el aval del Presidente, una contradicción casi perfecta de lo que representó Calderón hace seis años.
Lujambio dice que Cordero no es el candidato de Los Pinos, Madero se declara a disgusto y los demás intentan minimizar el golpe, pero nadie señala a su autor.
Calderón al ataque, quiere gobernar y trascender, pero él es quien ha iniciado la guerra en su propio partido.
--
--
--