Acabo de llegar de un viaje hacia la infancia: fui a Navojoa —el país de mi niñez, donde uno y uno sumaban tres, dijo alguna vez el Ornitorrinco Sabina— y a Ciudad Obregón —donde hasta el más chico gasta su tostón, según el corrido.
Digamos que fue un grato viaje, un viaje con gratitud de mi parte, porque me permitió regresar a lo que yo considero mis raíces, y me dio la oportunidad de hablar de literatura —un tema que me apasiona—, particularmente de la enorme aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, un tipo que, como el del comercial de cerveza, era de tirada larga: dicen que al volver a España, tocó la puerta de su casa y su mujer le preguntó: “Álvar, ¿do andabas?” y que él, todo greñudo, barbón y en harapos le respondió: “Fui a caminar”.
Y sí, según la crónica “Naufragios”, escrita por el testa de res, caminó —junto a Dorantes, Del Castillo y Estebanico— la friolera de 2,000 leguas, casi casi como ir a la ciudad de México a ver jugar a los Pumas... o al Cruz Azul, dependiendo de la tragedia...
Yo no caminé tanto como Cabeza de Vaca, de hecho no me fui a pie —“ni que estuviera loco”, diría el Dr. “Polacas”© Holguín—, sólo me subí en el carro que me prestó mi mujer y fierrrrrroooooo: el jueves a las 11 ya estaba en la Unidad Regional Sur de la Universidad de Sonora donde platiqué para un selecto grupo —“pocos, pero muy sinceros”, como decían en La Arboleda— sobre el cabezón personaje. “Los diferentes naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Una visión contemporánea”, se llamó la charla, que forma parte del proyecto “Paráfrasis poética de Los Naufragios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, relación de lo acaecido en su dilatado recorrido de 2,000 leguas por el norte de México durante los años 1527 a 1536”, ganador de la beca a Creadores con Trayectoria en el rubro Letras, del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (Fecas).
Más tarde de ese día estuve en el Colegio de Bachilleres de Sonora, plantel Navojoa, ante casi una centena de muchachos entusiasmados —debo decir que más por las candidatas a reina, que por mí, que soy más bien un verdadero rey feo—, pero aguantaron estoicos las andanzas de Cabeza de Vaca. Y este día, a las 11:00 horas estuve en el campus Cajeme, que próximamente inaugurará su propio edificio, a donde me invitaron a de nuevo, y a donde de nuevo iré: “¡Faltaría más!”, decía mi abuela cuando ponían en entredicho sus energías.
En fin, como yo tengo buena memoria —y además soy zamoramente rencoroso, no como aquél que dijo que no— esto es palabras más palabras menos lo que le dije a muchachos y maestros:
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Voy a platicarles de un hombre que en el año 1528 se embarcó en una flota que se dividió primero en las costas de La Florida, donde murieron varios hombres; después naufragó en la desembocadura del río Misisipi, donde fallecieron casi todos, y que luego caminó 2,000 leguas; algo así como 2,400 kilómetros, hasta encontrarse con sus congéneres españoles a unos cuantos kilómetros de lo que hoy es Culiacán, Sinaloa.
¿Se imaginan caminar 2,400 kilómetros?
Es como decir: “A ver, tengo 400 dólares… orita vengo, voy a Las Vegas a apostar y enseguida me regreso…” o “Al rato vuelvo, voy a Disneylandia a pasearme en el trenecito de Mickey Mouse, nos vemos a la hora de la cena…”
Y ahí va uno hasta Las Vegas o Disneylandia, ida y vuelta… pero a pie...
En términos antiguos, ir a cualquiera de esos dos lugares sería como caminar unas 2,000 leguas. Y aunque ahora hay carreteras de cuatro carriles y freeways de 12, hacer todo ese camino nos llevaría un buen tiempo.
Y eso sin contar que en un descuido nos apliquen la ley SB1070, o Ley Arizona, que criminaliza el ser indocumentados… inclusive, el parecer indocumentado.
Y si como es la intención, nos vamos caminando desde Hermosillo, seguramente cuando lleguemos a la puerta internacional de Nogales vamos a parecer no sólo un indocumentado más, sino la reencarnación de Osama Bin Laden... después de la balacera, claro.
¿Y saben cuándo vamos a llegar a Las Vegas o a Disneylandia…? Nunca.
Pero hay que intentarlo en memoria de Cabeza de Vaca y sus tres compañeros sobrevivientes. Hay que intentarlo al menos con la imaginación.
O también lo podemos intentar leyendo el libro “Naufragios”.
Ya saben lo que dicen de la lectura: que es la alfombra mágica que nos lleva a donde sea sin siquiera movernos un centímetro de nuestro asiento.
Así que ahora podemos recorrer tranquilamente esas 2,000 leguas por un terreno agreste poblado por tribus nada amigables en su mayoría y bajo un sol inclemente o en medio de un frío desgarrador, podemos recorrerlas en la comodidad de la casa, con un café a la mano y escuchando la música que más nos guste, que por las aventuras que narra, a este libro le queda hasta Paquita la del Barrio. (“¿Me estás oyendo, inútil?” Y casi podemos imaginar a Cabeza de Vaca diciendo que sí con su testa de res).
Ya ven, pues: los libros nos pueden ayudar a recrear cualquier historia, nos ayudan a revivirla, a sentirla de nuevo, a oler cada flor que los personajes miran o cortan en un desliz amoroso, mientras el señor jardinero los mira con ojos de puñal (entiéndase como se quiera esta aseveración).
Los libros nos llevan más allá de donde jamás iremos, porque no sólo nos transportan a sitios geográficos, también a cualquier plano temporal, sea pasado, presente o futuro del indicativo, incluyendo los tiempos del subjuntivo, que son tan raros y tan poco comunes: “como la gallina que pone un huevo en lunes”, diría Renato Leduc.
Y nunca es tarde para acercarse a los libros y tomar de ellos el cielo que sus páginas nos tienen prometido porque, como señalara el abad Richard de Bury a mediados del siglo XIV: “Los libros son maestros que nos instruyen sin golpes ni castigos, sin palabras ásperas y sin ira. Si se acerca uno a ellos, nunca están dormidos. Si se les interroga, no ocultan nada. Si se les interpreta mal, no protestan. Si no se les entiende, no se ríen de uno”.
O sea, con todas esas características, los libros son como la mamá... aunque todavía no sabemos como la mamá de quién, ¿no?
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En fin, debo confesar que yo me enamoré de los libros a temprana edad. Como a los 7 años. Hace como medio siglo.
Y fue en Navojoa. Creo que estaba en segundo de primaria, en la escuela Centro Escolar Talamante, cuando la profesora Blanca —mi inolvidable profesora Blanca— nos habló de los libros y me dejó para siempre la semilla de la imagen y de la magia de los libros. Y la semilla me creció en el cuerpo: por eso estoy gordo, no por otra cosa: por mi amor por lo escrito.
En ese entonces pensé que algún día conocería a una mujer llamada Libro, que sería mi novia querida, que me casaría con ella y que con el tiempo tendríamos tantos libritos que formaríamos una enciclopedia como la Hispánica.
Por fortuna no fue así: ni mi señora se llama Libro ni tenemos tantos hijos como para formar la Enciclopedia Hispánica. Nomás llegamos a tres. O sea, formamos una colección de títulos muy breve. De hecho, la Biblia, en un solo tomo, tiene más libros: 66, para ser exactos.
Se dice, y se dice con justa razón que los libros y, claro, la lectura, nos hacen seres sensibles e inteligentes en su mejor acepción, nos permiten ver que la cultura no es una especialidad, sino el camino que hace más habitable el mundo y que nos ayudan a entendernos... los libros, pues, son un camino civilizatorio que hacemos y que nos hace, tanto en lo personal como en lo colectivo.
Como les decía, yo tendría siete años y cursaba el segundo grado de primaria en la escuela Talamante, cuando la profesora Blanca, que gustaba de jalarnos las patillas y azotarnos las nalgas con un metro de madera (y a veces nos azotaba las patillas con el metro y nos jalaba las nalgas, lo que sucediera primero) si nos equivocábamos cuando nos preguntaba la tabla de seis, nos habló de los libros y de la gente que los escribe.
Créanme: en 50 años el mundo ha cambiado enormidades.
Han de saber ustedes que entonces no existía eso del trauma infantil y que nunca habíamos escuchado los mágicos conceptos “Garantías Individuales” o “Derechos de los Niños” para poder esgrimir razones civiles y políticas, y así evitar los rounds pedagógicos de los maestros de aquellos tiempos.
Creo recordar vagamente las palabras de mi maestra al hablar de las publicaciones:
“Los libros, como ustedes saben, son esos objetos rectangulares, mayormente de papel, con pastas de cartón que tienen escritas infinidad de letras y algunos hasta traen dibujos pintados afuera y adentro, y para saber lo que nos quieren decir, tiene uno que leerlos: eso es lo malo”, dijo la profesora con una autoridad editorial que ya quisieran los dueños de la Librería de Cristal.
Nosotros le creímos palabra por palabra porque no era cosa de arriesgarse a recibir un reglazo gratuitamente por contradecir a la profe. No, señor.
Por el contrario: todos nos quedamos como extasiados por lo que nos acababa de decir, pusimos en los ojos una expresión de agradecimiento, y en el rostro el semblante de “Mi mamá me mima, mi mamá me ama” y “Ese oso sí se asea”, y la profesora Blanca pasó a otro tema para no empantanar nuestra niñez en asuntos librescos que después tendríamos oportunidad de profundizar, pues ya nos esperaba el tema de los ríos de México.
También creo recordar que esa mañana, el Rafael Almada, alias “El Marro”, del meritito Tapizuelas, dijo en voz baja para que no lo escuchara la Profe: “¡Y a mí qué me importa saber si el Everest es navegable!”
Nosotros nomás lo escuchamos en silencio y lo reprobamos con la mirada: “¡Qué bruto eres, Marro —le dijimos también en voz baja—: Claro que el Everest es navegable!”
Recuerden que aquellos tiempos eran diferentes, y acá nos enseñaron que el Everest sí era navegable: total que ninguno de nosotros iba a ir al Himalaya nunca de los nuncas.
Ahora ya sé que el Everest no es navegable (a no ser que sea una navegación vía internet, aunque esa ya es harina de otro costal), pero entonces, en aquel pueblo risueño que era el Navojoa de hace cinco décadas, casi todas las cosas eran mágicas, hasta los libros de texto gratuitos, que traían en la portada a una matrona morena y colosal que sostenía el asta bandera mientras el lábaro nacional ondeaba con orgullo; esa morena gorda y bonita no era otro personaje más que la patria: una patria que nos esperaba en los libros.
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Pues bien, en la imaginación del niño que fui hace ya casi 50 años, atemorizado por la voz de trueno de aquella profesora de segundo de primaria, a quien ahora recuerdo con infinita ternura, se formó una imagen equivocada de los escritores:
“Mínimamente —pensaba yo—, los que escriben libros han de vivir en un país lejano, tal vez al otro lado del mar, si no es que vienen de otro planeta”. Recuerden que yo estaba en segundo año y no me perdía ni un episodio de la serie de televisión “Mi marciano favorito”.
Con el tiempo, digamos que cuando ya estaba en la Escuela Preparatoria Unidad Regional Sur de la Universidad de Sonora (la EPURS), la razón llegó a mí y casi me convencí de que los escritores son seres muy inteligentes, que han leído mucho, que se pasan todo el día metidos en un estudio pensando, fumando, tomando café y escribiendo asuntos que nada tienen que ver con la cotidianidad.
Inclusive, llegué a creer que los autores de libros hablaban tres o cuatro idiomas, que siempre traían una pipa en los labios y que todas las mujeres se enamoraban de ellos con esa locura que nace de la vista y del embeleso, lo cual en la realidad no pasa si uno no tiene unos cuantos millones en el banco o el carisma, la sonrisa y las pompis del Chayanne, que no es cosa fácil.
Y así pasaron los años: siempre con la idea de que los escritores eran magníficos navegantes, con largas melenas rubias, que eran intrépidos buscadores de peligros y que podían luchar y vencer al mismo tiempo a un león, dos cocodrilos, un monstruo de gila, dos zarigüeyas y a una pandilla de apaches sólo con la mano izquierda y la otra amarrada en la espalda.
Esos eran los escritores que me imaginé desde aquella mañana en que la profesora Blanca nos habló de los libros y de la gente que los escribe... hasta que yo mismo empecé a escribir y a publicar libros: porque, como ustedes verán, soy lo más alejado de aquellos intrépidos buscadores de peligro.
Y de la rubia y larga cabellera mejor ni hablamos.
Pienso que uno cuando escribe sólo toma un poco de aquí y de allá para hacer lo que los expertos llaman literatura, con todo su sustrato semántico, y que a mí me parece algo más simple: la conjunción de eso que el escritor quiere decir y la posibilidad que tiene de escribirlo. Es todo.
Yo creo que la magia de lo que llaman literatura radica en la actitud personal, en la reflexión sistemática sobre el proceso de escribir, el qué decir, el cómo hacerlo, el para qué escribir. Sobre todo esto último.
Y no es raro encontrarse con escritores afamados que no se han respondido cabalmente estas interrogantes.
No obstante, el ejercicio literario está presente y nos lleva de la mano por los misterios de la escritura haciendo que aparezcan de la nada los personajes que se deshilan desde nuestras manos para vivir su propia vida en la historia que habitan, y que casi siempre son las vivencias de todos, llenas de lecturas y de sueños.
Es decir, la suma de todos es lo que va conformando el trabajo de los escritores en silencio.
Y la lectura también ayuda a conocer a los escritores, a saber de qué están hechos, a entender cuál es su propuesta de vida y debida, qué nos quieren decir, qué nos dicen.
Quizá por eso me apasiona Álvar Núñez Cabeza de Vaca, por eso me atreví a venir a contarles un poquito de su vida y de lo que pienso de este personaje, porque entre lo que seguramente vivió, lo que escribió y lo que hizo, hay tantas diferencias y tantas similitudes que hay que leerlo más de dos veces para escudriñar no nada más las huellas que dejó en esta región del mundo, sino los diversos naufragios que estoy seguro que padeció.
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Como les digo, por eso estamos aquí, para entender un poco su propuesta desde este lado del tiempo, instalados en el confort de nuestra cotidianidad, con sus pros y sus contras, el tiempo presente que vivimos, que tejemos cada día con nuestros hilos de sueños y de esfuerzos personales y colectivos.
En segundo de primaria, como les confesé, me enamoré de los libros, me ilusioné con una mujer llamada Libro y creí que los escritores venían de muchas partes del mundo porque según yo ninguno era de aquí: ni de Navojoa, como era Luciano; ni de Sonora, como fue Abigael Bohórquez; ni de México, como Octavio Paz...
O sea, fui un niño bastante engañado por todo lo silvestre de mi infancia región cuatro y de mi ingenuidad creciente.
Pero con el correr de los años —como Héctor García Chavero titula un poema dedicado a Renato Leduc— yo me hice viejo.
El poema lo dice de forma más poética, obvio: No me alegro ni me asusto/ por mi condición senil./ Vivo tranquilo y a gusto, / en diciembre y en abril...
Bueno, me hice viejo y entendí que los libros nos pueden ayudar mucho a comprender la vida. Nos enseñan varias formas para lograr un objetivo y nos marcan nuevas rutas para abrirle una ventana a la inteligencia.
Y no es que yo me haya hecho inteligente, nada de eso, nomás me cultivé, aprendí datos, retuve información, aunque a veces sucede que el ser culto se confunde con el ser inteligente.
Apenas hasta hoy estoy aprendiendo a ser inteligente al compartir con ustedes todo el montón de cosas que he aprendido entre el mes de diciembre y el de abril de mi vida, como dice el poema.
Aprendí también que la literatura, cualquiera de sus géneros, no nos sirve de nada si no podemos tocarla y sentirla, abrazarla y hacerla nuestra.
Como dice el cantautor catalán Joan Manuel Serrat en su canción Mírame y no me toques: “Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel”.
Es decir, debe servirnos al menos para amar la vida, para verla de otra manera, para rescatar de los días lo mejor que tienen.
Y después de leer el libro “Naufragios”, entendí que hay muchas cosas que podemos aprender. Y les diré qué.
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Pero primero haremos un esbozo de la obra.
35 años después de la llegada de Colón a América, Álvar Núñez Cabeza de Vaca se embarca como el tesorero del Rey Carlos I y alguacil mayor en la expedición que comanda Pánfilo de Narváez con el fin de explorar territorios ubicados en la masa continental al norte de la isla La Española (hoy República Dominicana).
De acuerdo con la historiadora chihuahuense María Isabel Sen Venero, sin duda alguna, uno de los elementos que más impulsó las expediciones españolas terrestres hacia el norte y noroeste de la Nueva España a mediados del siglo XVI fue la difusión del relato de los náufragos de la fallida expedición de Pánfilo de Narváez a La Florida en 1528.
Según Sen Venero, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Carranza y Esteban, esclavo negro de Dorantes, fueron los sobrevivientes y protagonistas del fabuloso recorrido de más de 2,400 kilómetros por las tierras ignotas del norte, desde el Golfo de México hasta las costas de Sonora y Sinaloa, y fueron ellos quienes realizaron los primeros contactos con los habitantes de los territorios de los hoy estados de Chihuahua y de Sonora.
Hay que tener en cuenta que el relato fue escrito en 1537, al regreso de Cabeza de Vaca a España, basándose en su memoria y en la imaginación, y tratando de motivar una segunda expedición, por lo que entre la descripción pormenorizada de los accidentes geográficos y parajes que visitaron, la flora y fauna de la zona, así como las costumbres de sus moradores, se entrelazaron constantes menciones a fabulosas riquezas que dieron origen a la leyenda de Cíbola y las siete ciudades de oro.
Es verdad que la exploración del continente hubiera sucedido tarde o temprano, pero el conocimiento de que cuatro hombres pudieron cruzarlo de un océano a otro la aceleró.
Todo comenzó un 17 de noviembre de 1526, cuando Pánfilo de Narváez, recibió la autorización de descubrir, conquistar y poblar el territorio americano comprendido desde el Río de Las Palmas (hoy Soto La Marina, Tamaulipas), hasta la península de La Florida.
La flota, compuesta por cinco navíos y cerca de 600 hombres, zarpó en junio de 1527 del puerto de Sanlucar de Barrameda, España, llevando como tesorero y alguacil mayor a Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
Desde un principio, la expedición pasó por diversas dificultades, pues al llegar a reabastecerse en las islas del Caribe, más de 140 personas desertaron, los sorprendió un huracán y se perdieron algunos navíos y personas que los acompañaban.
Casi un año después de su salida de España, finalmente llegaron a La Florida en abril de 1528, donde desembarcaron para tomar posesión del territorio, muy cerca de lo que hoy es la bahía de Tampa.
Se inició entonces el reconocimiento del terreno y Narváez tomó la decisión de dividir la expedición. Mientras un grupo iría por tierra, otro continuaría por mar, comenzando entonces la verdadera tragedia de esta expedición, pues ambos grupos no volverían a reunirse jamás.
Los más de 300 hombres que fueron por tierra, caminaron en busca de un asentamiento que nunca encontraron y volvieron a la costa, acosados constantemente por los belicosos indios de la zona, encontrándose con que los barcos habían zarpado hacía ya tiempo.
Las flechas, el hambre y las enfermedades, cobraron las primeras víctimas, reduciendo el contingente a poco más de 200 personas.
Decidieron comenzar entonces la penosa construcción de grandes balsas, para en ellas remar e intentar llegar al Pánuco por la costa del Golfo. En estas embarcaciones, al pasar por la desembocadura del río Misisipi, se separaron debido a la fuerte corriente y los vientos del norte, y quienes viajaban con Cabeza de Vaca (cerca de 50), quedaron a la deriva para dar finalmente con una isla –denominada por ellos como del “Mal Hado” (probablemente Galveston, Texas).
A los pocos días, llegó una segunda balsa, en la que arribaron Dorantes, Castillo, Esteban y 45 hombres más.
Imposibilitados de volver al mar, siguieron su marcha hacia el oeste en grupos pequeños, pero era tal su hambre continua y su debilidad ante las enfermedades que los hombres fueron muriendo poco a poco, hasta no sumar más de 15 o 20, que fueron cayendo en manos de los indios, quienes los tomaron como esclavos.
Reducidos a esta condición y repartidos entre distintos bandos, los sobrevivientes permanecieron seis años (hasta 1534), al cabo de los cuales decidieron fugarse de sus captores y reemprender la marcha hacia al encuentro de “cristianos”.
Para entonces, ya tan solo eran cuatro los supervivientes: Cabeza de Vaca, Dorantes, del Castillo y Estebanico.
En general, después de haberse escapado de los indios que los tenían como esclavos, en el resto de su recorrido fueron bien recibidos por los habitantes de las tierras del norte, pues se corrió el rumor de su poder como curanderos.
La ruta que siguieron no es precisa y existe controversia entre los especialistas del tema, aunque la mayoría coincide en señalar que tras su fuga, la ruta continuó hacia el oeste y luego al sur.
Es probable que Cabeza de Vaca y sus acompañantes hayan cruzado el río Bravo por primera vez a la altura de lo que es hoy Laredo y dirigiéndose al sur llegaran poco más al norte de lo que hoy es la ciudad de Monterrey.
De ahí, según las fuentes consultadas, decidieron no seguir avanzando hacia el Pánuco (es decir, hacia el sur), sino realizar la travesía tierra adentro e ir en busca del otro océano para poder dar un reporte de la topografía del país, si es que alguno de ellos sobrevivía.
El grupo de sobrevivientes deambuló por el sureste del actual territorio de los Estados Unidos (Texas) y el norte de México (Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Sinaloa) hasta encontrar, en el año 1536, a orillas del Río Petatlán (hoy llamado Río Sinaloa), un piquete de exploradores españoles en las cercanías de Culiacán.
Ocho años duró su gran naufragio.
En 1537, Cabeza de Vaca regresó a España, donde recordando su odisea, escribió su relato “Naufragios”, una crónica de todo lo que hicieron, vieron y descubrieron los cuatro náufragos.
Un relato de un mundo totalmente desconocido y realmente extraordinario de seres humanos diferentes, naturaleza distinta y asombrosa, animales salvajes desconocidos y riquezas abundantes.
Publicado por primera vez en 1542, el texto muestra la visión de un nuevo mundo “inocente” pero a la vez bárbaro; libre, pero lleno de contradicciones, y formado por tribus de diversa apariencia física, distinta lengua y sociabilidad cambiante.
“Naufragios” (publicada por primera vez en 1542 en Zamora —nada qué ver con este lento y bovino animal que soy, que siempre he sido, eh—, y en 1555 en Valladolid) es considerada la primera narración histórica sobre los Estados Unidos: en ella, Cabeza de Vaca describe, desde su visión particular, el entorno ecológico, tribal, social y espiritual de los diversos lugares que fue pisando, a veces como esclavo, como mercader o como médico-chamán.
Desde luego que en la obra se presentan nombres y situaciones que no corresponden enteramente a la realidad, con el propósito de impresionar al rey Carlos I y sacar algún beneficio de ello. Y lo logró, pues de acuerdo a algunos historiadores, lo que buscaba el náufrago era emprender otra expedición, esta vez al mando de ella, y fue enviado a Paraguay.
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Se dice que una de las particularidades de la crónica de Álvar Núñez es que el elemento imaginativo, que se desborda de los cauces de la realidad, da paso a episodios que ponen en seria duda la veracidad del testimonio expuesto.
Y, efectivamente, si se analiza singularmente el contenido de la obra, estas cualidades de exageración o de fantasía irán en detrimento de la información global de la historia que se está contando y, por otra, agilizará mucho más el contenido narrativo, lo que hará posible mantener en tensión al lector a medida que transcurra el relato.
De la lectura de “Naufragios” —cuyo título original es “Relación que dio Alvar Núñez Cabeza de Vaca de lo acaescido en las Indias en la armada donde iba por Gobernador Pánfilo de Narvaez”— se desprende que Cabeza de Vaca no sólo sufrió un naufragio marítimo, sino que en el transcurso de su travesía a pie por territorios desconocidos, fue naufragando de muchas maneras: en su espiritualidad, en su visión de conquistador, en su idioma, en sus costumbres, en su comprensión de sus principios de hombre civilizado frente la cosmogonía indígena, en su individualidad, en su modernidad europea y en su percepción del futuro, entre otras zozobras.
Y nosotros, ustedes y yo, podemos aprender de lo que escribe, vive, siente y ve Cabeza de Vaca, porque la vida es una suma de naufragios grandes y pequeños, evitables e inevitables.
Todos nosotros navegamos por la vida con un objetivo bien definido en lo más elemental, que es la vida misma; es decir, mantenerse vivo.
Y de este gran objetivo surgen las diferentes metas que nos proponemos cada cierto tiempo, cada primero de enero, cada semestre, cada semana, cada día... y no cumplir con ellas es naufragar un poco.
Estamos propensos a naufragar en nuestra espiritualidad, en los aspectos económicos, en nuestro cariño por alguien, en nuestra relación familiar, en los compromisos con la sociedad, en las tareas escolares, inclusive en nuestra percepción de nosotros mismos.
Todos los días corremos el riesgo de que alguna parte de lo que pensamos o creemos o sentimos se vaya a pique y no vuelva a flotar de nuevo.
Pero en la medida en que estemos preparados, podemos evitar algunos naufragios.
En la medida en que fortalezcamos nuestra fe en nosotros mismos, en que mantengamos sana nuestra autoestima, en que cultivemos el intelecto y en que nos burlemos de nosotros para rescatar la parte seria que nos queda, podemos evitar algunos naufragios cotidianos.
Así como Álvar Núñez Cabeza de Vaca se propuso ir siempre al poniente para llegar a la otra costa, así podemos nosotros fijarnos un rumbo en la vida y seguirlo con la convicción de que cada día estamos más cerca de la meta.
La vida no tiene fórmulas mágicas ni recetas ni sumas astrológicas: para cada uno de nosotros es diferente, pero hay algo que la vuelve igual a la de todos, que necesitamos esforzarnos para alcanzar la otra orilla de los sueños, que no debemos perder nunca la esperanza, que estamos aquí para cumplir una función en beneficio personal y en beneficio de los demás.
En este momento, lo más importante para todos nosotros, pero más para ustedes, es mantener firme el sueño de concluir los estudios, porque eso hará que tengan menos incertidumbre en lo que se proponga hacer el día de mañana.
Nada les asegura el éxito, muchachos, pero está claro que no intentar hacer algo para llegar a la otra orilla de este camino que están recorriendo hoy, les asegura el fracaso; es decir, el naufragio en una de las partes fundamentales de la vida, que es su educación.
Eso nos enseña el libro “Naufragios”.
Y es indiscutible que los libros juegan un papel fundamental en el desarrollo de la conciencia de los pueblos porque forman parte del proceso educativo.
Sabemos que la educación constituye el medio fundamental para hacer posible el desarrollo integral de las sociedades, y permite estar alerta y preparado para los grandes cambios que día con día experimentamos en los múltiples campos de la vida humana: en el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, en el acceso y la distribución de la información, en las formas de organización de las economías de los países, en las dinámicas sociales y en la geopolítica mundial.
Yo confío que todos ustedes estarán ahí como parte importante, como el motor de esos cambios que requiere nuestro estado y nuestro país para formar parte de la grandeza del mundo.
Sé que estarán ahí si ustedes se lo proponen.
Y hoy es un buen día para seguir fortaleciendo la fe en ustedes mismos.
Mucha ganas, muchachos.
Muchas gracias, muchachos...
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Y, bueno, si alguien llegó hasta aquí después de haber leído todo el texto, debo decirle que ya está preparado para, como Cabeza de Vaca, caminar hasta Disneylandia ida y vuelta... o hasta Timbuctú, no le hace que se quede por allá toda la vida... nomás con que me invite de vez en cuando... o al cielo del Tibet, como decía Ana Cirré...
Salud, pues...
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