Tengo un amigo hermosillense que es escritor (“y poeta”, dicen los ignaros, como si un poeta no fuera escritor) que me mandó un ácimo correo electrónico en el que menciona, bastante indignado, que a pesar de tanta brega (ojo: puse brega) y tanto quehacer en el campo literario, no ha tenido la fortuna de ver impresa su obra.
Eso es algo tremendo, digo yo, porque según los expertos en el tema, se publican anualmente un millón de títulos; es decir, uno cada medio minuto.
Bueno, tenemos que entender que no todos se publican en Hermosillo, así que el hecho de sacar un libro aquí es casi una experiencia religiosa.
Y entre ese millón de libros están, aunque usted no lo crea, aquellos que se inventaron para no ser leídos.
En serio: hay libros que no son para leerlos.
Libros, como dice Gabriel Zaid, que se pueden tener a la vista impunemente, sin sentimientos de culpa: diccionarios, enciclopedias, atlas, libros de arte, de cocina, de consulta, biográficos, bibliográficos, antológicos, obras completas, memorias, libros de moda y de superación personal, entre otras categorías menos que menores.
Son libros que la gente discreta prefiere para hacer regalos por muchas razones, entre ellas porque son caros, lo cual indudablemente demuestra aprecio, y porque no amenazan con la cuenta siempre pendiente de responder a la molesta y reiterada pregunta de: “¿Ya lo leíste? ¿Qué te pareció?”, lo cual demuestra un aprecio mayor que se agradece infinitamente.
Pero los libros que no son para leerlos cumplen su función: dan cierto toque intelectual a quien los compra, para regalarlos, y a quien los recibe, y así todos felices y contentos, repartiéndose una ignorancia con plena aceptación (fifti-fifti, dijera la sicóloga lectora de bestsellers), consciente y grosera, hasta llegar a ser unos verdaderos ignorantes inteligentes. Porque asumir su propia ignorancia los vuelve inteligentes.
Toda una paradoja, ¿no?
No sé —se los juro, eh— si la obra de mi amigo hermosillense estará en la categoría de los libros que se publican para no ser leídos. Pero eso ya lo sabremos.
Lo que sí sé es que la humanidad escribe más de lo que puede leer.
Si por cada libro que se publica se quedan uno o dos inéditos, entonces se escriben dos o tres millones de libros al año.
Sin embargo, un lector de tiempo completo no puede leer más que 200 títulos al año.
Lo que no es poco, desde luego, pero es nada frente a la inmensidad de libros que se publican.
Dicen algunos talibanes que sería deseable que la humanidad escribiera unos cuantos libros al año para que todo mundo los leyera.
Ellos sueñan con la atención universal, con el silencio de todos los que callan para escucharnos, de todos los que renuncian a escribir para leernos.
Ah, pero se corre el riesgo de que muchas obras de mediana calidad, no hablemos ni siquiera de las mediocres, no se publiquen por razones obvias.
Y entonces sí: ¿cuántos escritores dejarían de serlo porque sus libros ya no aparecerían por simple eliminación?
Recordemos que un libro que no se publica es un libro que no existe, y si el libro no existe, tampoco existe el escritor, y así nos vamos hasta el asunto aquel del huevo y la gallina.
Y si llegamos al extremo, entonces yo soy huevo... pero chiquito, ¿bueno?
No todo libro necesita o merece la difusión masiva.
Estoy seguro que la obra de mi amigo —si llegara a publicarse— la tendrá. Ya veremos.
También sabemos que la inmensa mayoría de los libros no se escribe para el gran público, ni necesita el gran público.
Aunque ciertamente hay libros lamentables que tienen públicos masivos (en la memoria seguramente estarán los libros sobre Marta Fox y su familia... y sobre todas esas porquerías de y sobre políticos que se publican de manera lambiscona), comparables o superiores a los que tiene la prensa, la radio o la televisión, sin que por eso sean menos lamentables.
Sigo sin saber si el libro de mi amigo será como ésos cuando nazca (el libro, no mi amigo, eh). Pero ya sabremos.
Recuerdo aquellos versos de la infancia que decían “Oh, libro, amigo mío, que ennobleces mi mano, guíame por la vida, eres mi buen hermano. Colma esta inagotable sed de saber, de tu fuente de luz dame de beber. Hazme como tú: claro, generoso, profundo, abierto al infinito llamamiento del mundo...” (recito de memoria, por cierto… o sea que ya valió máuser).
Así me imaginé de niño a los libros: como hermanos cariñosos que le contaban a uno sus cosas, que lo convertían en cómplices de aventuras mil: ¡Quema-mucho-el-sol!
Pero mil años después, me he dado cuenta que el libro ha perdido tanto su valor que se ha vuelto un recurso light, que no engorda ni leyéndolo con tortillas de harina y queso regional, y además es utilizado para un montón de cosas, menos para que nos abrace con todas sus páginas como diciéndonos: “¡Órale, wei, o aprendes o aprendes!”, pero con mucho cariño, como si un beso nos mariposeara en los labios. ¡Cochinote!
Y por eso mismo, seguirán mis amigos escritores mandándome correos electrónicos para reclamarme que ellos no tengan la misma suerte que tienen otros, como si yo tuviera la culpa.
¡Me lleva la editorial!
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