Entonces yo vivía en Navojoa.
Tenía seis años y ella se llamaba Dorita.
Era esbelta y no muy alta. Bonita.
Su cabello brillaba en medio de la mañana como un sol oscuro y breve flotando entre el misterio.
Su voz era como ella: delgada y risueña, etérea.
Fue la primera en mi vida.
Luego vinieron Blanca, Dolores y Margarita, y después las demás.
Pero aquellas primeras cuatro mujeres de mi lejana infancia se abrieron ante mí como gajos de naranja dejando su fragancia maravillosa en todas mis células.
Me enseñaron tantas cosas que aún hoy, durante el silencio que precede a la madrugada, las recuerdo nítidamente y les agradezco todo lo que en ese tiempo no alcancé a agradecerles porque mis prioridades eran otras.
No olvidemos que entonces tenía seis años, y como todos los chamacos de esa edad, lo único que deseaba era jugar, vagar, perjudicar a los perros, corretear por las calles aquellas de tierra suelta en una ciudad que poco a poco fue perdiendo su encanto pueblerino y el perfil silvestre de sus habitantes, al grado tal que los prohombres navojoenses de hoy han perdido algo de aquel estilo que hacía que la gente los mirara con envidia.
Navojoa era entonces una aldea de casas amontonadas a las orillas de los caminos para mulas que los primeros habitantes habían trazado a fuerza de andar trajinando su reciente sedentarismo agrícola.
El mundo parecía acabado de hacer, y muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que mostrarlas con el dedo y asentir con un gracioso «ehui», que después de algunas clases en primero de primaria se transformaba en un coloquial “sí”.
Así aprendimos todos los chiquillos del barrio el valor de las letras en la escuela primaria “Centro Escolar Talamante”.
Y fueron nuestras maestras quienes nos heredaron para siempre el tesoro de saber el significado de las palabras. Dorita Martínez, Blanca Barreras, Dolores Estrella y Margarita Pérez Arce fueron mis primeras maestras: ellas navegaron por la candidez de mi infancia con sus libros, sus gises y la contundencia de aquellos libros de texto gratuito que ostentaban en la portada el dibujo de la sólida matrona morena asida del asta de la bandera nacional.
Hoy es 15 de mayo y se celebra el Día del Maestro.
Por eso hoy le dedico a mis viejos maestros de hace más de cuarenta años estas humildes líneas como homenaje que brota del lado izquierdo del corazón, porque si entonces mis prioridades fueron otras, hoy no: su recuerdo ocupa una parte indescifrable de mis sentimientos.
No las he vuelto a ver, pero en mi memoria siguen dándome clases con la voz clara y la mirada luminosa, descubriéndome los ríos navegables del alma y las tablas amarillas de dos por dos.
Y también le dedico estas pequeñas letras a todos aquellos personajes que día con día enaltecen la labor del maestro desde la más alta trinchera humana: la de la educación.
Felicidades.
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