Mis hermanos y yo, de pequeños allá en Navojoa (bromistas, abstenerse), teníamos la costumbre de escuchar por las radionovelas que por aquel entonces se transmitían por las radiodifusoras locales XEKE y XEGL. Estoy hablando de la primera mitad de la década del sesenta, cuando en casa no había televisión y nuestra imaginación nos permitía elucubrar sanamente con "Kalimán", "El ojo de vidrio", "La bruja maldita" o con "Tres Patines y la Tremenda Corte" y otras series que nos atontaron levemente la niñez pero que nos dejaron, en cambio, hacer ejercicios de imaginería que ya difícilmente nuestros hijos practican, teniendo en cuenta que ya todo lo venden prácticamente sin envoltura y sin dar pie a la maravillosa oportunidad de descascarar la sorpresa.
No sé si sea bueno o malo que ya todo venga a punto de digerirse: acaso sea la cuota que debemos pagar por alcanzar la dicha inicua de perder el tiempo pues ya no tenemos necesidad de caminar largas distancias ni de tomar un autobús para viajar durante tres días rumbo a la ciudad de México ni esperar dos semanas para que la mujer que yo quiero ("Tiene muchos defectos —dice mi madre— y demasiados huesos" —dice mi padre) nos conteste la carta que le enviamos por correo ordinario ayer por la mañana y donde le decimos que siempre sí vamos a votar por quien ella nos ordene a cambio, daro, de que nos entregue la suprema prueba de amor: su aval para una tarjeta de crédito (¿chantaje, pasión, ceguera?: que contesten los enamorados).
De pequeños, mis hermanos y yo allá en Navojoa (a los bromistas, zapatillas de ballet) no teníamos televisión ni nintendo ni internet ni nada que se transmitiera a través de un pedazo de cristal y unas bocinas laterales, sólo poseíamos un radio Majestic, de bulbos, que se veía primoroso encima del chiffonnier de la recámara, con sus dos grandes ruedas de plástico imitación marfil: una para regular el volumen; la otra, la sintonía (cosa inútil, pues sólo había dos radiodifusoras en aquel Navojoa de entonces).
Ese radio Majestic nos permitió veladas mágicas que acompañábamos con atole de maíz: nos espantábamos genuinamente con las risas escandalosas de "La bruja maldita" (sin aludir a nadie, eh), que más de una vez hicieron que nos refugiáramos en las faldas cálidas de nuestra madre que, mientras, cosía y cosía nuestra infancia a la luz de una bombilla de 75 watts.
Aquel radio nos permitió discutir serenamente sobre cuál sería el ojo de vidrio de Porfirio Cadena: ¿el izquierdo... el derecho… el del medio? ¡Quién sabe! Nos hizo elucubrar sobre su estatura y la fisonomía de "La Coralillo", la vestimenta de "La Tacha" y la alzada del caballo que seguramente era un zaino que habría de bailar gustosamente mientras Porfirio Cadena lo montaba con una galanura propia de Antonio Aguilar y/o del Chapo de Sinaloa.
El caso es que con el ejercicio de imaginación que fuimos desarrollando desde entonces los ahora varones de bien (estoy hablando de mis hermanos y de mimismo, claro) tenemos perfectamente definido el sentido de la imaginación, que mantiene intacto eso que algunos denominan como "capacidad de asombro": acaso por eso pocas cosas nos asombran ahora.
Por eso a mí ya no me asombran las promesas que los políticos de todos los partidos hacen cada tres años como si fueran mercaderes fuera del panteón municipal un dos de noviembre: "Llévese que digo una, qué digo dos, qué digo tres... llévese cuatro promesas de campaña por sólo un voto. Sí: por un solo voto se lleva Usted cuatro promesas de campaña y además una cobijota por si le dan escalofríos el próximo julio en caso de que no gane su gallo, gallina, pollo o cerdos, que según se sabe andan algunos por ahí colgados de los postes en forma de pendones como fruto de su esfuerzo..."
No, eso no me sorprende, pero de todas maneras ¡cómo extraño mi radio Majestic...! Se los juro… je…