Las dos cosas que hacen a los niños tan atractivos para casi todas las personas normales son, en primer lugar, su majestuosa seriedad y, en segundo, que en consecuencia son muy felices. Son alegres con la perfección que sólo es posible en la ausencia de humor. Las escuelas y los sabios no han alcanzado nunca la gravedad que habita en un niño de digamos tres meses de edad. Es la gravedad de su asombro ante el universo, y asombro ante el universo no es misticismo, sino un sentido común trascendente. La fascinación de los niños consiste en que con cada uno de ellos todas las cosas son hechas de nuevo, y el universo se pone de nuevo a prueba. Cuando paseamos por las calles y vemos debajo de nosotros esas deliciosas cabezas bulbosas —tres veces más grandes que su cuerpo— que definen a estos hongos humanos, deberíamos siempre, antes de todo, recordar que dentro de cada una de esas cabezas hay un universo nuevo, tan nuevo como lo fue el séptimo día de la creación...
Pensar en el párrafo anterior, que es de Chesterton, meditarlo, desmenuzarlo lentamente viendo la sonrisa simple de un bebé o el respirar pausado del dormir de un joven nos abre la posibilidad, nos impulsa más bien, a pensar en el terror cotidiano que algún día nos arrebatará a aquel bebé o a ese joven que duerme tranquilo bajo el manto prodigioso, pero igualmente vulnerable, de nuestro cariño.
Acaso llegará el momento en que andando el tiempo aquel bebé o ahora mismo aquel joven nos diga adiós con sus manazas rudas de veintitantos años y se perderá en los invisibles caminos de lo incierto para volver tal vez con otro rostro y otro cuerpo y otro brillo en la mirada. No sabemos ciertamente si los estamos perdiendo poco a poco, si se nos están yendo lentamente como las aguas de un río. Sabemos, sí, que daríamos lo que fuera por negociarle a la vida que no los haga crecer tan rápido, que los mantenga pequeños indefinidamente, en un acto irrazonable e injusto para los muchachos.
Quizá el miedo nos roza el corazón y nos hace temblar el alma porque no sabemos qué será de nuestros hijos mañana o pasado, mientras olvidamos que nosotros mismos estamos en igualdad de condiciones, incluso más propensos a sufrir desmayos o infartos asesinos. Ignoramos qué va a pasar mañana: no sabemos qué bala, qué beso, qué ascenso, qué sepultura, qué relación sexual le tocará a quién. Por eso, lo que debemos tener presente es que aquí y ahora es preciso convencerse de que la educación es la tarea más importante de los padres y los hijos, de la escuela y de la sociedad en su conjunto para cuando los hijos decidan irse.
Hay que reinventar las maneras de apoyar a los jóvenes, de inculcarles las herramientas básicas de la inteligencia porque detrás de ellos, cada nueva hornada de niños que se presentan a las puertas de nuestro mundo espera descubrirlo y comprenderlo, esperan ser introducidos en él y debemos estar preparados. De otra manera, nuestros niños y muchachos se irán por los muchos caminos fáciles de la vida porque, como bien dice Umberto Eco, "en todos los tiempos la moneda falsa ha suplantado a la moneda buena y los charlatanes han embaucado a los tontos....” Y esto, inevitablemente, es ley de vida.