1. No hace mucho tiempo, las películas futuristas que hablaban del año dos mil pintaban al mundo como el paraíso que alguna vez fue, y sus habitantes eran seres que dedicaban gran parte de su vida a la reflexión, a mantener la armonía y a cultivar la paz.
Nada alteraba el silencio y la quietud del mundo en aquellas viejas películas que nuestros padres vieron en su juventud con ojos asombrados, pensando si llegarían a ser testigos de ese maravilloso estado de cosas que convertiría al planeta en un lugar más ordenado para vivir.
Pero la realidad rebasa cualquier cinta de ciencia ficción: hoy nos damos cuenta de que si bien es cierto que la humanidad ha avanzado en diversos campos (como la medicina, las ingenierías y la ciencia cibernética), también vivimos en un mundo mecanizado, imperfecto y colmado de vicios humanos que en cualquier momento pueden desatar una guerra global que termine con el sueño de algunos hombres de alcanzar la paz entre todas las naciones.
Los titulares de los diarios siguen refiriéndose a hechos de corrupción, a crímenes impunes y a fraudes millonarios que nos muestran el desequilibrio gigantesco que hay entre los que tienen todo y los que nada tienen.
La televisión se ha vuelto la conciencia del mundo, y los dueños de los cadenas deciden qué hemos de ver, cómo tenemos que vestir y qué debemos de pensar sobre los diferentes asuntos que marcan la vida del hombre. Por supuesto que la nota roja sigue siendo la que abunda en los noticieros como claro ejemplo de cómo pueden acaparar fácilmente nuestra atención y hacernos creer lo que más conviene a los grupos de poder.
Tal vez como nuestros padres, acaso nosotros también nos hemos cansado de la violencia que impera en las calles, y como ellos, igual hemos llegado a esa edad en que es más difícil actuar que encerrarnos en nosotros mismos y dejar pasar el tiempo frente al televisor. O en el peor de los casos, tal vez seamos protagonistas o testigos presenciales de la brutalidad de la vida, y nos hemos conformado con escondernos tras las sombras de la impunidad. No lo sé.
Sé que los jóvenes, mujeres y hombres, son los más expuestos a los actos violentos, y eso debe ser algo que marca para siempre a los individuos. Históricamente está comprobado que los adolescentes y jóvenes se han visto envueltos en actos violentos, tanto en el papel de víctimas como en el de delincuentes: como ejemplo, en la Inglaterra del Siglo XIX, la mitad de las personas condenadas por delitos eran menores de 21 años. Seguramente en la actualidad, tal índice no ha variado mucho a nivel mundial.
Cierto que las actitudes con respecto a la justicia para los jóvenes cambiaron, enfocándose hacia la asistencia social y rehabilitación a partir de 1950, pero sigue prevaleciendo el problema: la violencia es cada vez menos una decisión personal para convertirse cada vez más en la manera de vivir de las personas.
La violencia y la delincuencia viajan en el mismo tren, y llega el momento en que nos arrolla con su carga de desestabilidad social. Sin embargo, los expertos aún no se ponen de acuerdo, en el caso de la violencia y delincuencia juvenil, en si el problema debe enfocarse como un asunto de asistencia social o un tema de aspecto penal.
Como sea, la violencia juvenil existe, y en la mayoría de los casos es una respuesta a las arbitrariedades que los jóvenes y los adolescentes ven a diario en la prensa, en las calles y, en ocasiones, hasta en sus propias casas.
Es muy fácil perderle el respeto a los demás cuando el espejo donde deberían de verse los muchachos (es decir, nosotros mismos o los vecinos o los funcionarios públicos de gobierno o de instituciones públicas y privadas) son señalados como delincuentes o personas corruptas en mayor o menor grado.
Como problema social, la violencia deriva por lo común de hogares deshechos donde los padres han sido atrapados por los vicios. En este aspecto, poco o nada pueden hacer los gobiernos, pues para solucionarlo se requeriría de una profunda reforma social en la que se erradicara la pobreza, la ignorancia, el alcoholismo.
Como problema judicial, la violencia es fácilmente atacable con acciones penales, pero por lo mismo, está propensa a grandes, constantes y repetidas injusticias: el sistema judicial en México está muy lejos de ser perfecto.
De cualquier manera, la violencia y la delincuencia juvenil es un grave problema que la sociedad arrastra, y a los jóvenes les toca atacarlo con las armas del estudio.
2. Si cerráramos los ojos un momento y se nos otorgara el don de poder cambiar el pasado, quizá habríamos de ir a ese momento en que la justicia cerró los ojos para dar paso a la desigualdad entre los hombres de las diversas naciones del mundo.
Las voces de la humanidad nos señalan que un pueblo sin igualdad, sin personajes ilustres, sin héroes, es un pueblo sin registro de su pasado histórico, sin memoria colectiva, sin el sustento moral que se requiere para ir transitando por el tiempo con la frente en alto y la dignidad en firme.
Como ayer, los jóvenes de hoy libran guerras tal vez insignificantes en las calles de todas las ciudades. Quizá son otros los enemigos a los que se enfrentan cada día en los diferentes ámbitos de la vida, y son otras las armas las que utilizan: la educación, el compromiso, la solidaridad, el trabajo cotidiano, el respeto común y, sobre todo, las ansias por construir un futuro generoso para los demás en su propio futuro.
Es cierto: un pueblo sin héroes es un pueblo sin registro de su pasado histórico, pero un país sin jóvenes y sin adolescentes es un país condenado al olvido.
Y es naturaleza humana que nuestros jóvenes se nieguen (con respeto pero con firmeza) a ser olvidados. No son conformistas: han aprendido la lección de nuestros antepasados, son parte de la cultura del esfuerzo y entendemos la enorme responsabilidad que llevamos a cuestas.
Saben que ante los retos que les plantea la violencia en el nuevo milenio, la estrategia es prepararse más y mejor cada día: ser mejores hijos, mejores hermanos y mejores estudiantes son las bases fundamentales para encarar el futuro con certeza.
Están convencidos de que el heroísmo también se alcanza en las aulas, en las noches de estudio, en la experimentación, en la manifestación de las disciplinas artísticas y en el trabajo comunitario.
3. Sin embargo, sigue presente y puntual aquella cita de Don Jaime Torres Bodet: “Si los pueblos quieren que sus maestros enseñen en las escuelas, lo contradicen después con sus actos, en el comercio, en la diplomacia, en los tribunales y en todas partes ¿qué valor de transformación moral podría jamás poseer la escuela? Ningún maestro, ninguna escuela educan más que la vida misma. Y si la escuela educara para la paz, la justicia, la ciencia, el respeto, la tolerancia, la belleza mientras la vida educase para la violencia, la injusticia, el fraude, la mentira, la ilegalidad, el despotismo, no haríamos hombres, sino víctimas de la vida”.
Y es que quien crea que la escuela además de educar forma a los estudiantes, está en un verdadero error. A los padres de familia, sobre todo a los menos responsables, les da por pensar que la escuela debe de ocuparse de inculcarle valores sociales, éticos e incluso espirituales a los muchachos. Pero no: la escuela educa, instruye, enseña, transmite el resultado de la investigación, de la aplicación del conocimiento a través de los siglos de práctica de la inteligencia humana.
A los padres nos corresponde formar a nuestros hijos: proveerles no sólo lo mínimo indispensable para que tengan una vida digna, sino también estar pendientes de cómo van explorando los diferentes rumbos del mundo, en compañía de quién y hasta qué punto lo están haciendo de manera segura para ellos y los demás: tenemos la obligación de enseñarles, en nuestras propias palabras, lo más elemental del concepto del bien y del mal.
Para la escuela, todos los muchachos son iguales: ninguno es más ni es menos importante que otro. Nuestros hijos son una responsabilidad transitoria para la escuela, y no puede ser de otra manera porque constantemente está reciclando la matrícula. Para nosotros, los padres, nuestros hijos son únicos e irrepetibles, un trozo de nuestras vidas que jamás crecerá, seres frágiles a los que por naturaleza no debemos sobrevivir: ellos deberán quedarse cuando nosotros nos vayamos de este mundo.
Pero no siempre sucede así: en ocasiones la muerte nos juega una mala pasada y trastoca lo que la vida ha dispuesto de otro modo. Y es entonces que salen a relucir las discusiones sobre el papel que deben jugar las instituciones, escuela y familia, entre ellas.
No obstante, el peso moral de los actos de los muchachos recae en los padres, aunque ni siquiera nosotros sabemos qué va a pasar mañana con nuestros hijos: no sabemos qué golpe, qué beso, qué ascenso, qué sepultura, qué caricia le tocará a quién.
Por eso, lo que debemos tener presente es que aquí y ahora es preciso convencerse de que la educación es la tarea más importante de los padres y los hijos, de la escuela y de la sociedad en su conjunto, para cuando los muchachos decidan irse.
Por eso hay que reinventar las maneras de apoyar a los jóvenes, de inculcarles las herramientas básicas de la inteligencia porque detrás de ellos, cada nueva hornada de niños que se presenta a las puertas de nuestro mundo espera descubrirlo y comprenderlo, espera ser introducida en él, y debemos estar preparados.
De otra manera, nuestros niños y muchachos se irán por los muchos caminos fáciles de la vida porque, como bien dice Umberto Eco, "en todos los tiempos la moneda falsa ha suplantado a la moneda buena y los charlatanes han embaucado a los tontos...” Y esto, inevitablemente, es ley de vida.
4. No puede uno cerrar los ojos ante todo lo que hemos ido construyendo como sociedad para que nuestros hijos vivan con mayor comodidad, que no siempre significa la mejor opción de vida, la más completa, la integral, la de la visión humanista.
Acaso uno no sepa demasiado de valores morales: tal vez son los sentimientos y el sentido común las herramientas que uno utiliza para dialogar con los hijos. Quizá nuestros consejos no vayan más allá de buenos deseos y abrazos. Pero si es esa la manera de establecer una relación firme padre e hijo, bienvenida sea.
Aunque después, en lo profundo de la noche, uno se pregunte si eso es suficiente para que nuestros muchachos salgan adelante en un mundo plagado de influencias diversas, provisto de mil garras, moldeado de la peor manera por un dios nada misericordioso y cientos de semidioses que nada les interesa la vida humana. La respuesta es no: no es suficiente, nunca ha sido suficiente darle todo el amor a los hijos para protegerlos de las vicisitudes de la vida y de la muerte. Pero esos son terrenos que incluso los padres tenemos vedados: sólo el tiempo acomoda las cosas en su sitio y nos responde todas las preguntas.
Muchas veces los padres vemos sólo lo superficial, lo que la piel nos permite ver, no su interior, el espíritu cambiante de nuestros adolescentes, en búsqueda constante de sí mismos, en su propio y privado conflicto existencial, en su interna idea eterna de cambiar al mundo día con día, y a nosotros junto a él. No lo vemos, y lo peor es que ni siquiera lo preguntamos por no cargar también con sus penas.
Entonces no debemos extrañarnos de que sucedan hechos que nos impacten por su rompiente desgracia: si dejamos al garete a nuestros hijos, seguro que alguien más se interesará por sus problemas y le brindará los peores consejos que pueda transmitirle, lo moldeará enajenadamente y su destino se nos saldrá de las manos (si es que acaso alguna vez estuvo en nuestras manos).
Como se dice líneas atrás: a los padres nos corresponde formar a nuestros hijos, proveerles no sólo lo mínimo indispensable para que tengan una vida digna, sino también estar pendientes de cómo van explorando los diferentes rumbos del mundo, porque son únicos e irrepetibles, un trozo de nuestras vidas que jamás crecerá, que siempre serán los niños que alguna vez acurrucamos en nuestros brazos mientras dormían su ternura, seres frágiles a los que por naturaleza no debemos sobrevivir.
Y sí, a veces, cuando el recuerdo de su infancia se nos aferra en la noche, una lágrima se desliza en silencio hasta su cama para darles un abrazo que intenta cubrirlos para siempre...