Trova y algo más...

jueves, 7 de mayo de 2009

A las cuatro de la tarde

A las cuatro de la tarde el olor del café colado inunda la casa: mi madre, sentada a la mesa de la cocina —recortada su silueta en el sopor cristalino de la resolana—, sirve el brebaje en tazas de peltre desportilladas por los golpes del tiempo y la nostalgia, y espera la llegada de sus fantasmas para beberse con ellos todo ese silencio infinitesimal con que se bordan las historias de familias enteras: acaso mi abuelo andará rondando con su tos seca de siempre que no se le quitó ni con la muerte, o mis tíos recién llegados del pueblo rumiando la soledad de sus tumbas en el panteón del olvido; o Doña Marianita, que se murió de un largo cáncer el último día de otoño, toque la puerta de la casa —justo a las cuatro de la tarde—, salude a mi madre con el afecto de toda la vida y se deshile en una charla sobre los hijos y las plantas del jardín: los rosales y las buganvillas, las petunias y las teresitas, la tierra lama de la melancolía, las esperanzas y los sueños escondidos en los rincones de la casa mientras el café se enfría frente a mi madre, callada y sola, con la mirada perdida en un punto indefinible de la tristeza, acaso esperando que llegue el fantasma mayor.
A la cuatro de la tarde, mi padre, hombre de contadas palabras, se asoma a la cocina en silencio y echa a rodar su mirada —tasajeada por la diabetes— por entre las sillas y el polvo de los rincones en busca de un centavo de niñez que se le quedó para siempre en la distancia de una orfandad atrapada en los dolores más profundos del alma en un pueblito de Michoacán que se desmorona lentamente, como las viejas tradiciones del respeto.
Imagino a mis padres en el sopor de la media tarde, y un jirón de mi niñez va flotando en un llanto invisible hasta posarse frente a un tazón de peltre a esperar que se enfríe un poco el café y buscar en las gavetas del pasado los panes dulces que sopeaba felizmente a las cuatro de la tarde.
Bajo el azahar de los naranjos agrios éramos apenas unos chiquillos indefensos que jugaban a recorrer las horas en las bicicletas de la felicidad: el sol cruzaba el papel del cielo dejando garabatos de calor que nos obligaban a pedirle prestado al día los rumbos de las acequias rebosantes donde nos bañábamos desnudos exhibiendo nuestras breves insignias bamboleantes en medio de los ruidos jubilosos de aquella parvada sin nombre que se zambullía despreocupada en la fresca ebullición del tiempo.
Fabricábamos petardos con cascarones de viejas bujías que sacábamos de la basura, y nos pasábamos el día en un estallido febril con el que espantábamos a los perros y los gatos del barrio y a algún transeúnte despistado que nos miraba con reproche.
Mientras el agua corría hacia las huertas, las madres salían inquietas de las cocinas a gritar nuestros nombres en el rojo oscurecer de la tarde.
Hermosillo era entonces un punto borroso en los mapas del olvido y antes del anochecer, en sus calles de tierra, los niños y los perros se miraban fijamente a los ojos para luego echarse a dormir a la pobre luz de lámparas de keroseno.
En la oscuridad de la calle, los hombres se sentaban sobre enormes piedras en las esquinas del barrio, y entre trago y cigarro platicaban de cuando sus padres y sus abuelos despertaron un día en el frescor del alba (sofocados por la visión maravillosa de una enorme ciudad donde todo vendría mejor para los hijos y los nietos), subieron a sus familias en viejos carretones tirados por mulas empolvadas y, sin mirar una sola vez hacia atrás, temiendo convertirse en grotescas estatuas de sal, abandonaron los rincones sinuosos de la sierra, el verdor húmedo de los valles y el reflejo rumoroso del mar para venirse a despachar detrás del mostrador de tiendas amodorradas al calor de las dos de la tarde o trajinar entre las ruedas hambrientas de molinos de trigo y esperanzas o recorrer aturdidos los pasillos de frías fábricas de ruido donde fueron dejando pasar los sueños recurrentes de sierras olorosas a pinos y venados, de campos sembrados de alfalfa y algodón y de mares generosos de peces fosforescentes, para darle paso al insomnio de la muerte.
Los domingos al mediodía, con el cabello relamido y la camisa olorosa a jabón de barra, pisoteando nuestra sombra en la sombra de la madre, tomábamos rumbo de la Catedral a escuchar la palabra de un dios escondido entre cientos de imágenes que nos inspiraban más terror que devoción. Al salir de la iglesia, las muchachas y los muchachos daban vueltas sin cansancio al kiosco de la plaza mientras que nosotros revoloteábamos en torno de los vendedores de hielo de sabores y de fruta picada y de fritangas aromáticas que arañaban las ganas del hambre y de la verdadera pasión divina.
Con el tiempo, las hermanas se fueron yendo de la casa y cada vez que regresaban de visita traían un niño entre los brazos que bautizábamos en medio de una fiesta sin reparos que siempre terminaba entre puñetazos etilizados de los cuñados y en insultos espesos de mujeres despeinadas defendiendo los jirones alcoholizados de sus maridos.
Los naranjos fueron desapareciendo de las calles, la ciudad fue creciendo como pesadilla y las acequias dieron paso a veloces bulevares que enterraron en sus camellones el antiguo olor de los azahares silvestres de la infancia: sin darnos cuenta siquiera, la noche nos sorprendió visitando a las muchachas en la sala bulliciosa de las casas en el barrio.
Los abuelos murieron y los padres envejecieron en las tiendas, en las fábricas y en los molinos esperando esos tiempos mejores que nunca llegaron al barrio.
Bajo el azahar de aquellos naranjos agrios de la memoria nos fuimos convirtiendo en hombres: las charlas de las esquinas terminaron en borracheras y en pleitos entre pandillas por el puro afán de conquistar las calles y las mujeres.
Un día, sin avisar nos fuimos del hogar de siempre y en algún rincón oscuro del olvido se oxidaron las viejas bicicletas de la felicidad. Enhebramos las horas de la vida en un ovillo resquebrajado en el sopor de las oficinas, en el ensordecedor hastío de los talleres, en la falsa realidad de los centros comerciales y en mil lugares que llegaron en las alforjas de otros padres y otros abuelos que cruzaron oceanos y desiertos para vendernos la maravilla de sus patrias remotas, la magia desconocida de otros sueños de colores, el oropel inútil de su abolengo.
Y ahora estamos aquí, en el sepia de la memoria, frente a un jirón de mundo conformado por viejas fotografías que nos desarman el rompecabezas del corazón con su aliento de otros tiempos, de otras risas, de otro río, de otros amores que fertilizaron el ambiente con su olor maravilloso del origen de la felicidad.
En el silencio quebradizo del recuerdo, que se repite como eco en el alma, volvemos a ser aquellos chiquillos que un día nadaron en las acequias rebosantes, que corrieron detrás de los sueños hasta fatigarse de contento, que se durmieron a la lumbre trémula de la lámpara como faro incierto que nos marcaría las diversas rutas hacia el futuro que nos tomó de la mano, nos llevó por los infinitos caminos de la vida y nos salvó de los mil peligros de la muerte hasta traernos aquí, a la luz melancólica de estas líneas infinitas que nos dicen en un murmullo transparente lo que alguna vez fuimos y lo que otros seguirá siendo para siempre en el sepia infinito de la memoria…