1. Cuando me asomo al niño que fui en mi cada vez más lejana infancia, veo en un rincón de aquel espacio que habitábamos a duras penas, un pequeño sentado, leyendo, ajeno al mundo y sus perjuicios: ¿qué sabíamos entonces de la guerra, de los demonios que rondan las calles, de las voces que se levantan a arañarnos el alma con su desesperanza?
Sobre la mesa de la cocina de aquel galerón en que floreció mi infancia, mi madre me enseñaba el significado críptico, armonioso y dulce de los sonidos que se esconden detrás de las letras y de las palabras. Aprendí a leer como aprendimos todos en aquel barrio que ya no existe más en una ciudad perdida en la memoria del tiempo: sin fantasías cibernéticas que nos robaran la imaginación simple de niños que correteaban descalzos bajo los árboles y metían los pies en los canales anegados por el frescor transparente del agua, y se trepaban a los mangos para robarles el sabor de los sueños agridulces a aquellas frutas que atemperaban el estómago con su verdor.
Entre el camino de tierra y la tarde de los sábados de catecismo aprendí a leer. Guiado por la mano de mi madre y el bullicio de la chamacada jugando detrás de las paredes de adobe y carrizo aprendí a descifrar el significado de aquellas figuras menudas sobre el papel que brotaban de la nada como flores y conejos del sombrero de un mago fascinante vestido de mujer.
Aquel niño que fui gozaba con la lectura como con un caramelo. Acaso sería porque no había mayor diversión. Estoy hablando de hace casi 45 años, y ya sabemos que entonces no existía el nintendo, que la televisión era un lujo que mis padres no podían pagar, que el internet ni siquiera se vislumbraba a nivel comercial.
La lectura, pues, era la llave de la imaginación: nos permitía viajar sin movernos un centímetro de la silla, podíamos asistir a ritos mágicos en países remotos y remontar navegando las aguas de todos los ríos como salmones de la felicidad.
Y sí: la lectura inevitablemente me llevó a la escritura. Y ahí estaba aquel niño que leía y escribía, que escribía y leía sin más horizonte que el que los pocos años podían ofrecer a manos llenas: los platones de fruta fresca, el olor de la sopa caliente, la fragancia de la colonia para después de afeitar de papá y la voz arrulladora de mamá cantando las tablas del tres y del cuatro a mis hermanos más pequeños.
2. Como fácilmente se podrán percatar, de mi padre heredé la calvicie, el pigmento y la vocación de solitario; de mi madre, la terquedad, las ilusiones y el gusto por la música y la literatura. Lo escaso de más que tengo, lo he ido recogiendo de la vida: buscando en los tachos de basura de los sueños, levantando los harapos de la felicidad, llenándome de fantasías poéticas que poco o nada tienen que ver con estos desaliñados siglos que nos ha tocado vivir.
Porque de seguro que algo ha pasado con la lectura desde aquella vieja infancia mía a estos tiempos actuales, y no sé a ciencia cierta qué es.
Tal vez la educación tradicional se ha relajado al grado de permitir que la lectura adquiera significados menos importantes.
Quizá el viejo precepto de los clásicos griegos y romanos, “Educar para la vida”, ha tomado una nueva dimensión en nuestros días. El concepto mismo de Educación y de Vida se ha venido redefiniendo en una aldea global donde los que más tienen —que irónicamente son los menos— gozan de los privilegios que la mayoría de los habitantes del planeta ven pasar ante sus ojos como nubes que adquieren formas fantásticas pero que jamás podrán asir con sus manos enlodadas de pobreza y esperanzas. “Educar para la vida” se ha vuelto, entonces, un referente para la sobrevivencia, acaso en la dignidad.
Para los padres, la educación de sus hijos es una obligación moral; para el Estado, es una obligación constitucional. Así, la educación ha perdido lentamente su carácter de elemento de integración social porque se ha vuelto una carga, una obligación, cuando la esencia de la educación está precisamente en la libertad, no en la acumulación de datos que poco tienen que ver con la realidad sino en proporcionar herramientas para fortalecer el espíritu y enfrentar el futuro con mejores condiciones y oportunidades de salir adelante.
La educación alude al espíritu, al pensamiento, y el espíritu a la vida, a la acción, no al tiempo ni a los relojes. Por ello la felicidad plena se manifiesta en aquellas personas que han logrado hacer coincidir su pensamiento con la acción como razón de vida, no como salida fácil a los problemas que plantea la cotidianidad.
Pero ¿qué hay de aquellos que no tienen opciones, de los que han vivido siempre a la sombra pegajosa de las estadísticas grises de la pobreza? ¿Qué hay para ellos en este mundo dispuesto para los triunfadores? ¿Qué respuestas le ofrecemos a tantas preguntas que se formulan en el silencio de los barrios marginales, en la dolorosa realidad de la miseria, en la enfermiza cuna de las familias desintegradas, disfuncionales ante los ojos de los aparatos burocráticos? ¿Cuántos sueños, cuántas esperanzas se quiebran sin siquiera tomar la forma solitaria de los niños que en su corazón quisieran llegar a ser doctores, ingenieros, abogados, maestros, artistas, escritores o simplemente llegar a ser alguien en la vida?
Las preguntas están ahí, siempre han estado. Pero las respuestas son tan escasas que el silencio las arropa con su manto de vergüenza. Porque nadie puede negar que los niños y los jóvenes tienen un brillo especial en los ojos cuando se les ofrece la mínima posibilidad de ir a la escuela, de gozar en los cuadernos, de formarse en la vida; sobre todo aquellos que al llegar cada noche sienten que el cálculo de su vida es una resta constante, mientras que las sumas están en el lado luminoso de la ciudad o en la tentadora opción que representan los oficios deshonestos y la práctica de la ilegalidad.
Las respuestas son pocas. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los que escasamente nos atrevemos a escribir libros y ofrecerlos como recetas de vida, sino seguir intentando derrumbar las murallas de la inconsciencia, darle vuelta a las cosas para que los días tengan otro rostro, picando las piedras de la ignorancia para pavimentar la inteligencia con nuestros minúsculos libros como granitos de arena?
Y es que si los libros no nos sirven para ver al mundo de otra manera, para ofrecer nuevas soluciones a los teoremas de la realidad, de nada nos sirven entonces. Porque la dicha de estar vivos tiene mucho que ver con los libros que se abren como abanicos para refrescarnos el alma: ya sabemos que las personas, como los jardines, se cultivan, no se domestican.
Debemos tener en claro que en algo habremos fallado si no tenemos la capacidad de hacer ver que lo importante no es brincar para alcanzar las estrellas, sino aprender a saltar por el gozo de hacerlo; que no se trata de ser sabios, sino aprender a discernir entre las múltiples opciones que la realidad ofrece, que la intuición es también un rasgo de la inteligencia y que la vocación literaria es también una manera sutil de pintarle una raya a la realidad.
3. Quizá muchos de ustedes se preguntarán ahora, como muchos burócratas de la flojera lo hacen desvergonzadamente: “¿Para qué escribir cuento, poesía, novela, en una época en la que nadie lee? ¿Para qué hacer literatura en un mundo amenazado por la guerra? ¿En una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en pantallas, videocaseteras y nintendos? ¿En una ciudad donde resulta casi imposible escapar de la mendicidad y sentir el aroma de las plantas? ¿En una época en la que el escritor está considerado —salvo contadas excepciones— como un muerto de hambre, un desadaptado social, un paria sin destino en el escalafón del prestigio?”
Tal vez no existen respuestas objetivas a esas preguntas. Por fortuna, la literatura seguirá siendo deliciosa, amorosa y libertariamente subjetiva: como la mirada de una mujer de gran corazón, los aromas de la piel o un mezquite frondoso.
Y nos dará la razón continuamente. Estará de nuestro lado. Nos mostrará que no siempre los poderosos tienen razón, que Bush puede irse al carajo junto con todos esos fanáticos de las armas y de la muerte, de éste y de aquel lado del oceano.
Porque escribir en estos tiempos, después de un siglo que ha condensado prácticamente todas las infamias de la historia humana, supone un compromiso con nosotros mismos, como individuos y como sociedad, como arquitectos y como obreros de la paz, además de establecer una comunión especial con un lenguaje muy particular: el escrito, ése que hemos relegado para llenar solicitudes, facturas, cartas comerciales y, acaso, lastimosamente, una postal con siete líneas.
Ese universo de signos que todavía es sustento de la pedagogía tradicional (esa que tendría que educar para y en la vida), cada vez lo usamos menos. Al no apreciarlo o relegarlo a fines secundarios o especulativos, no estamos haciendo otra cosa más que envilecer su nobleza y tecnificar su portentosa fuerza plástica, sus ojos de sapo y colas de lagartija que le permiten evocar demonios, navíos exóticos, hermosas mujeres, héroes con el torso desnudo y sudorosos después de vencer al monstruo de las mentiras.
Debe existir —es tan innegable como necesario— una especie de buena fe que permita al escritor sentirse bien en la sociedad para la que trabaja. La televisión entretiene, arrulla como la canción de cuna al infante, pero existe otro mundo portentoso al que podemos acceder sin tanto ruido, en libertad, acomodados en un confortable sillón y con la mente activa, bebiendo un refresco, tal vez un trago o un buen café: porque el mundo del libro es un mundo único.
4. Y en ese mundo del libro cabemos todos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, jóvenes y ancianos, solteros y casados. Porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su carga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados.
La imaginación es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa porque está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la literatura.
Todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el amor nos toca con su fragancia primaveral, aún en la mitad más congelante y salvaje del invierno. A ver: ¿Quién no ha escrito o pensado al menos una línea apasionada por esos ojos que nos miran desde el otro lado del salón y que nos prometen curar nuestras heridas del corazón con los besos más tiernos que hayan existido en la historia?
Todos estamos habitados por el Dios de las maravillas, el que nos convierte en individuos sensibles y sociables, susceptibles al dolor y a la felicidad. Somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad silvestre a flor de piel.
Y aquí es donde libros como los que ahora nos rodean adquieren una relevante presencia, pues nos ayudan no sólo a fortalecer la vocación literaria, también a ser mejores ciudadanos del mundo porque nos permiten discernir entre lo poco bueno que hay en el mundo y lo mucho malo que zumba a nuestro alrededor como abejas en la miel. La decisión sobre cuál camino tomar será siempre de Ustedes, porque nadie debe decidir por uno, ni para bien ni para mal.
Y ahí están en juego las vocaciones y el futuro inmediato de todos. Puede uno equivocarse y regresar a intentar un nuevo camino, porque de eso está hecha la vida: de la corrección constante. Es perfectamente válido. Pero quedarse para siempre en la ignorancia es como no haber vivido, es como venir a Hermosillo y no ir al Xochimilco, como decía el viejo anuncio.
Y ya sabemos que las vocaciones no se cultivan por decreto: es necesario que haya un mínimo interés por aprender, escuchar y aplicar los consejos. De otra manera, las semillas que libros como éste siembran generosamente tendrán como fin las preguntas que ya antes hemos enumerado: ¿Para qué hacer literatura en un mundo amenazado por la guerra? ¿En una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en los noticieros de televisión?
Porque a fin de cuentas, se trata de llegar un poquito más allá cada vez, de brincar la raya de la desesperanza y asumirnos como seres vivos, con una propuesta personal, acaso solitaria, pero única e irrepetible. Y los libros son la mejor herramienta para lograrlo.
Decir lo que pensamos o escribir lo que sentimos es como dejar impresa la huella digital del alma en todo lo que hacemos y haremos hasta el último minuto de la última hora del último día de nuestra existencia.
Los libros están aquí, sólo faltamos todos para completar la ecuación de la magia literaria. Vamos, adelante, que los libros no muerden.