A mediados del siglo XVIII, se estimaba que en Inglaterra había 160 delitos que se castigaban con la pena de muerte. Medio siglo después, 100 nuevos delitos engrosaron la lista.
A simple vista, se puede observar que la pena de muerte no funcionaba como tal, así que los ingleses del siglo dieciocho tuvieron que abrir más el abanico de la violencia concentrada en una medida, más que correctiva, represiva.
En la sociedad contemporánea, que se organiza política e ideológicamente en torno a lo que se llama Seguridad Nacional, que justifica el uso irrestricto del poder, la muerte y los muertos son temas necesarios para conceptualizar un microuniverso que se sustenta sobre la base orgánica de una clase social que ostenta el poder gracias al uso ilimitado de la represión en sus muy variadas formas, incluyendo, obviamente, la política.
Por ello, la pena de muerte es una práctica que ha adquirido mayor dimensión en los países desarrollados, que sustentan la pena desde el inicio de la revolución industrial como mecanismo de defensa para los intereses propios.
En nuestro país, la pena de muerte habría de aplicarse en casos muy concretos: la traición a la Patria es uno de ellos. Pero nadie entiende bien a bien qué significa "traición a la Patria". Es más fácil aplicar el viejo dicho del "ojo por ojo y diente por diente": así, si tú matas, la justicia te matará.
Pero no, no hay muertes justas, y menos cuando el sistema judicial da muestras de probidad ocasional.
Ahora el Partido Verde Ecologista de México, o Verde Oportunista como se le conoce en el bajo mundo de la sociedad, ha puesto en boga, de nuevo, el tema, más como un recurso electoral que como remedio social para evitar la delincuencia de peso mayor.
Cual Ave Fénix, el debate sobre la pena de muerte renace cada cierto tiempo, aletea vigorosamente durante un par de meses y se echa a dormir debajo de los gruesos libros del olvido.
Como tema cíclico, sacarlo a la luz en su momento le genera dividendos a la prensa, que recurre siempre a las mismas fuentes y maneja la información siempre de idéntica manera: presentan una semblanza de los últimos ejecutados, hacen la cronología de los últimos momentos de los fusilados, enlistan los delitos cometidos durante los últimos años que "podrían merecer la pena de muerte" y entrevistan a los mismos personajes: vil pan con lo mismo, sin mayor análisis.
Al final, la sociedad se divide, y los pros y contras respecto de la pena de muerte se suceden rápida, generosamente:
Los defensores a ultranza de esta práctica manejan la tesis de que establecerla sería un escarmiento para los futuros delincuentes, quienes se detendrían a pensar dos veces antes de cometer sus fechorías.
En cambio, para los estudiosos del tema, la pena de muerte es un asunto más complicado que habrá de observarse como parte del conjunto de relaciones jurídicas que el Estado contemporáneo impone y justifica ideológicamente para reproducir las relaciones de producción y el sistema de valores y normas desarrolladas y establecidas en una sociedad.
Imponer la pena de muerte, sería tanto como aceptar que el Estado hace todo lo que debiera para mantener alejada a la población de alto riesgo delictivo de los focos de provocación: que le proporciona seguridad en el empleo, sueldo justo, bienestar social, educación y cultura, y que pese a ello, el individuo delinque y, en el peor de los casos, asesina a sus víctimas.
Pero sabemos que esto no es cierto: cada vez hay mayor desempleo, incluso entre profesionistas jóvenes; que los sueldos alcanzan prácticamente para nada, que el bienestar social es sólo un slogan y que la educación y la cultura no son, por tanto, aspectos prioritarios en la vida cotidiana de las familias mexicanas.
En este marco poco propicio para las relaciones humanas, el delito no surge del libre albedrío: responde, por contra, a las mismas condiciones que le establece su modus y status vivendis.
Se ha visto y probado que la pena de muerte no ha bajado el índice de delitos cometidos en los países que aún practican esta medida correctiva: la prueba más sólida es que sigue existiendo.
Una muerte no sirve de escarmiento para los demás, lo que provoca es que se vuelva más sutil el hecho delictivo... y más sangriento.
Se sabe que una fiera herida se vuelve sanguinaria. Lo mismo podría ocurrir con la implantación de la pena de muerte: volver sanguinario a un delincuente. La analogía más práctica, aunque no la más feliz, quizá sea ésta: en las finales de un campeonato de futbol, a punto de quedar eliminado un equipo, da lo mismo perder por uno o por 30 goles: si un criminal va a ser condenado a muerte, da lo mismo que sea por uno o por 30 asesinatos...
Y con ello en lugar de poner remedio a un problema social, de alguna manera se estaría induciendo a que los criminales se vuelvan más sanguinarios, y con ello el sustento filosófico de una propuesta como la pena de muerte pierde sentido y se convierte en una patraña política más, de las muchas que estamos escuchando en estos días…