Para Betty y Cleto, in memoriam…
Enseguida de mi casa nos sentábamos en los cimientos de una construcción que nunca terminaron, y hablábamos de cómo íbamos a arreglar el mundo entre todos: finalmente, el mundo nos agarró por la cintura, nos abrió las piernas de los sueños y nos metió el garrote de la realidad, haciéndonos jiras la esperanza.
Pero entonces qué sabíamos de salir a la calle a arrebatarle a la vida las próximas veinticuatro horas de cada día, qué sabíamos de estar al acecho de cada momento, de esquivar a la muerte en cada esquina, en cada rincón oscuro del hambre, en cada partícula de soledad que flotaba agresivamente en el ambiente.
Sólo nos sentábamos en el cemento endurecido por el tiempo, y veíamos trabajar como burro a Cleto, el herrero, o a Doña Céntola, la dueña del changarro de enfrente, a quien le robábamos jamoncillos y chicles.
Los veíamos trabajar a diario, y seguramente si entonces les hubiéramos preguntado cuál era su papel en la vida, qué esperaban para la vejez o cuál sería su legado para la humanidad, se hubieran quedado en silencio, quizá tristes, y nos hubieran mandado al diablo.
Doña Céntola se murió sin saberlo, y Cleto aún va y viene de su herrería con el paso notoriamente cansado, la espalda encorvada y la mirada perdida entre las criminales luces de las varas de soldadura.
Como ellos, todos en aquel viejo barrio, ajenos a las grandes decisiones políticas, a los juegos belicosos de las potencias, al movimiento infinitesimal del cosmos, se levantaban, desayunaban en silencio y se iban al trabajo: mi madre, afanadora en el hospital, donde pescó dos hijos de padres diferentes; Don Jorge Galindo, joyero de los buenos; Don Rafael García, chofer de trailer; Armando Sánchez, bajista del grupo musical «La Mente»; Doña Carmen Estrada, viuda, propietaria de una tortería; Don Abel, telegrafista; Don Mario, mecánico; Doña Estelita, costurera; Gloria Gas y su hermana «La Manano», muy guapas ambas, secretarias; el popular «Manosfrías» Zárate, peluquero, y todas las amas de casa que batallaban para peinar la pelambre hirsuta de sus chamacos y mandarlos a la escuela, encender el radio a todo volumen, sintonizar «Los inmortales de la música mexicana», y al compás de «amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso (fiu-fiu-fiu-fiu-fiuuuuuu), que se pierda en el calor, de nuestro gran amor, mi amor...» limpiar la casa de arriba a abajo, ir por el mandado, preparar el arroz, el caldo y el «culei» de fresa para cuando regrese la tropa hambrienta a dejar todo como cada noche: hecho un desastre, sin agradecimiento de por medio.
Mientras, nosotros ahí, en los cimientos, en cuerpo o espíritu, dándole hilo a los días como quien le da cuerda a un papalote para luego recuperarlo, con una pequeña diferencia: nosotros jamás podríamos recuperar el tiempo.
Jorge, José, Angel y yo, como parte de la escenografía cotidiana, planeando robar mangos, o irse a Culiacán por un ladrillo de mota, o soñando con ser maestro, o morir obsesionado por el recuerdo de la Meche: pequeños montones de vida que formaban la cordillera de nuestros sueños, del futuro incierto, de los golpes que alguien, en algún gimnasio del tiempo, practicaba con nuestras sombras...
Del barrio a la prepa, de la prepa al barrio, cargando a cuestas el pasado que fuimos y el amargo sabor de un futuro que se nos vendría encima como toro bravo.
En los cimientos dejamos planes a medias, y en las aulas, el agua cenagosa de las pasiones recién descubiertas.
Ahí nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres, y desnudos de una adolescencia que se alejaba etérea hacia el alba, nos despidió la luna.
Una tarde, cerramos los ojos por un instante, y al abrirlos, nos vimos mayores: habíamos embarnecido, éramos responsables del mundo, la vida se nos salía por los bolsillos y por los múltiples orificios del cuerpo.
Ya nunca más los sueños ni las obsesiones ni los mangos verdes detrás de una barda que entre más crecíamos más alta se nos hacía.
Ya nunca más espiar a las muchachas ni quebrar santos ni ir detrás de nuestras madres pidiéndole las monedas necesarias para comprar un mundo reducido al boleto de entrada al cine.
No más buscarnos en los rincones del tiempo, ni buscar a «La Buena» para invitarla a caminar ese kilómetro y medio que nos alimentaba la felicidad, con surcos lavados o no.
No más festejar las caídas en el lodo ni las intrigas palaciegas de la academia ni los poemas de López Velarde: ahora el lodo estaba frente a nosotros y debíamos dar los pasos necesarios en el momento adecuado...
Ahora otros preparatorianos nos tenían en la mira.
Otros Angeles, otros Jorges, otros Josés, otros Danieles nos exigían el espacio y el tiempo: ahora es el tiempo del mutis...
Es el tiempo de que nos pregunten qué esperamos de la vida, cuál es nuestro legado a la humanidad, qué papel jugamos en la historia, y es nuestro turno de mirar con tristeza alrededor, de reflexionar por un instante y de mandar a chingar a su madre al que nos exija una respuesta satisfactoria.