Desde que la conozco tiene la misma edad, las mismas arrugas, el mismo tono de voz y, lo mejor: el mismo cariño guardado para una bola de malagradecidos que andamos por el mundo como burros sin mecate.
A veces voy a visitarla, pero en ocasiones paso tanto tiempo sin ir a verla, que tristemente se me olvida. Pero la llevo siempre conmigo, como si fuera mi American Express, o mejor: como si fuera dios.
Hoy es la fecha que alguien impuso como día de ella. Y ahí vamos todos, con un ramito de flores, un cajón de cervezas y el corazón desbordante a decirle en un abrazo y un beso rápido lo que nos callamos los otros 364 días del año, aunque ella nos recuerde todos los minutos de todos los días de todas las semanas de la vida.
Aunque al caer la tarde estemos todos borrachos porque la ocasión lo amerita, ahí está ella, cuidándonos como cuando éramos unos bebés de brazos, y está pendiente de que no nos resbalemos o que no nos vayamos de lado porque la vertical ya hace algunas horas que la hemos dejado por una inclinada que tiende cada vez más a ser una horizontal. Es decir, la embriaguez ya se nos subió a la cabeza, como en aquella vieja canción de Eulalio González, “Piporro”…
Así festejamos su día, como si su casa fuera un tugurio y nosotros no fuéramos más que unos felices parroquianos pasajeros que sólo vamos a refrescar nuestra culpabilidad de hijos que no nos la merecemos como madre.
Dice un buen amigo que él ya no la tiene, y que ahora es cuando se arrepiente de haberla dejado ir poco a poquito por el río de la muerte sin siquiera haberle tendido la mano de una sonrisa, de una charla al borde de una taza de café, de una tarde viendo la telenovela que más le gustaba.
Y sí, es en este día cuando uno cree que tiene la obligación de llevarle un pastel o brindar por ella con todos los hermanos para que nos dure un año más (¡salud!), en lugar de encenderle una vela de ternura y musitarle una oración de amor todas las mañanas, porque la mujer que nos parió o la que amanece todos los días a nuestro lado es exactamente como si fuera dios. Ni más ni menos.
Desde que la conozco tiene la misma edad. Lo único, tal vez, que ha cambiado en ella son las arrugas que le marcan el rostro y el corazón: cada arruga es un rostro dibujado con las líneas del amor.
Lo sé porque cuando ve a sus hijos y a sus nietos una luz se le enciende en los ojos y se convierten en faros gastados y silenciosos que iluminan el sendero de aquellos pasos de chiquillos en la memoria y en las tardes de noviembre de hace treinta años y treinta días y treinta segundos.
Como si fuera Dios. Así es ella. Así son todas estas mujeres que le dan un voto de confianza a los seres humanos con su existencia.
Son ellas quienes dan vida. Son ellas quienes perpetúan la ternura. Son ellas quienes desde su alta dignidad velan nuestras noches desde el primer día y se acuestan a dormir con nuestro recuerdo bajo las sábanas del corazón.
Porque así son ellas, como si fueran Dios.