Dicen los expertos que la poesía nació con el hombre mismo, que se fue haciendo una herramienta básica en la expresión de la voz interior de los seres y que ha llenado, incluso hoy, el espacio que las máquinas, la computadora y la internet no han podido ni llegarán jamás a llenar porque está hecha de ese barro simple e intangible que son los sentimientos: el amor, el odio, el deseo, los sueños, los dolores, las pasiones, el hambre y la sed de mujeres por hombres y viceversa.
Como práctica social, la poesía es uno de los registros de la memoria que construye el imaginario colectivo; es decir, es una pieza importante en el rescate y preservación de cada uno de los episodios que van conformando la vida, ya sea de lo particular a lo general, o al revés.
Por ello, la poesía no es un proceso aislado, sino que se va nutriendo de las vivencias del poeta, que sentado debajo de una piocha griega en la antigüedad clásica, o metido en el rincón más oscuro y callado de una posmoderna cantina, se sumerge en la realidad, toma trozos de ella y la recrea sobre el papel para deleite y/o angustia de sus presentes o futuros lectores.
Si tuviésemos el don de regresar el tiempo e instalarnos en algún peñasco de la Grecia de hace unos 3,000 años, por ahí veríamos vagar a un anciano barbado, corpulento y ciego que responde al nombre de Homero.
Si nos fijamos bien, notaremos su andar pausado y su mascullar de palabras griegas, jónicas y eólicas, que nos describen batallas sucedidas doscientos años atrás: la Guerra de Troya.
Homero es reconocido como el más antiguo poeta épico de Occidente, y nos dejó para deleite de filósofos, letrados, comunicadores, historiadores, entre otras muchas inclinaciones profesionales, y lectores en general sus dos más grandes obras: La Iliada y La Odisea, textos fundamentales para deshilar la historia de la antigüedad.
La Iliada nos narra episodios relativos a un período inferior a dos meses, entre los héroes aqueos Menelao, Aquiles, Agamenón y Ulises, y los troyanos Héctor, Paris, Polidano y Eneas, entre otros tantos personajes.
La Odisea, por su parte, relata las aventuras de Ulises (u Odiseo), superviviente de las guerras helénicas, en su largo y fortuito camino de retorno a Ítaca, donde lo espera su hermosa Penélope, quien no lo reconoce después de 20 años de ausencia (bueno: a veces a uno ni siquiera lo reconocen por las tardes, cuando regresa del trabajo), pero sí su hijo Telémaco y su padre, Laertes, quienes juegan el papel de celestinos para que la pareja separada por la guerra vuelva a reunirse, no sin antes desatarse una hollywoodesca orgía de sangre entre Ulises y los pretendientes de Penélope, que no eran pocos.
Pero dejemos por lo pronto a Homero y a Ulises embelesado con Penélope, y volvamos al presente presuroso y enmarcado por los bombardeos en Irak. Hoy, a lo más que llegan los rapsodas cotidianos de los medios masivos de comunicación es a relatarnos alguna cursilona historia de soldados que hablan con toda esa autoridad que les confieren las bombas del comercio y de la muerte... y del comercio de la muerte.
Entre aquel Ulises de Homero y estos merolicos del humor macabro americano, no sólo hay casi 3 mil años de diferencia, sino que el relato de sus historias se diferencia por el verso cálido y cadencioso de Homero contra la pobreza lingüística de los églogas del mundo de la comunicación.
Se preguntarán ustedes ¿qué tiene qué ver un poeta de hace 3,000 años con los medios de comunicación de la actualidad?
Todo: recordemos que la herramienta fundamental del poeta (que transmite pasiones) y la del comunicador (que nos dice lo que ha sucedido) es la palabra.
Y es el manejo del lenguaje lo que marca la diferencia entre los cantos homéricos con su función poética y las notas tendenciosas de los noticieros con su esencia noética.
Aunque en esencia se hable de lo mismo: de la ira desatada entre los hombres de diversas épocas en busca de ampliar su poderío económico y militar; del ansia insaciable de controlar el mundo; de la ambición egocéntrica de seguir siendo el policía del universo, el que tiene derecho de arriar a las naciones unidas —al fin ganado de los imperios—, intervenir gobiernos y desaparecer pueblos con sólo aplastar un botón...
Ante esto, no sé si los poetas deban disfrazarnos la realidad para que la vivamos con menos angustia.
No sé si los medios de comunicación tienen el “sagrado” deber de manipular los hechos e informarnos de manera unilateral lo que está sucediendo aquí mismo o en cualquier región del mundo, con imágenes muchas veces editadas a favor de las causas económicamente más poderosas, para conocer a fondo lo que pasa.
Pero sí sé que el lenguaje marca una enorme diferencia entre el discurso gastado de los medios y la imaginería muchas veces refrescante de poetas como Homero, con sus casi tres mil años de antigüedad.
Volvamos de nuevo los ojos al pasado e instalémonos en México en los años de la Revolución.
En los campos del centro y norte de México se libran batallas entre mexicanos cansados, básicamente, de la explotación en el campo y sus consecuencias inmediatas, y mexicanos defensores del sistema político-social impuesto por Porfirio Díaz que favorecía a los caciques y a los extranjeros que amasaban enormes fortunas.
Como podemos ver, las causas de las guerras son siempre las mismas. Y como en todas las guerras, hay testigos, la mayoría de las veces anónimos, que registran los sucesos y lo resguardan para el futuro casi siempre en los diversos géneros literarios.
La Revolución generó el desarrollo de un género poético casi olvidado: el romance, que al ser musicalizado se convirtió en corrido.
En esencia, el romance, recitado o cantado, relata la historia inspirada en cualquier asunto que pueda despertar credulidad o que excite la sensibilidad del pueblo (milagros, apariciones de santos, predicciones fatídicas, hazañas revolucionarias, lances amorosos, sucesos trágicos, y hoy en día, la vida y obra de connotados traficantes de droga, cantados por Los Tucanes de Tijuana y Los Tigres del Norte ante cientos de miles de fanáticos en mega conciertos transmitidos por Televisa y la “Kaliente”).
Los romances eran corridos (de ahí su otro nombre) impresos en papeles de colores que ofrecían en calles y plazas vendedores ambulantes, quienes entonaban las letrillas acompañándose con un ritmo monótono en la guitarra.
Esto nos remite a los juglares de la edad media que vagaban de villa en villa informando a la población sobre asuntos capitales para la imaginación de los habitantes de aquellos lugares, aunque la mayoría de las veces el juglar inventaba lo que cantaba y en no pocas ocasiones cantaba asuntos que tenían algunos años que habían pasado.
Todos hemos escuchado alguna vez “La Valentina”, “La cucaracha”, “El corrido de Pancho Villa”, “El corrido de Emiliano Zapata”, “El barzón” y cientos de romances hechos corrido.
Alguien debe haberlos escrito en medio de la batalla o en la paz etílica ofrecida por una botella de tequila y los gritos de alegría o de dolor después de haber recogido a los muertos y heridos por las balas de una carabina 30-30.
Después, a lomos de un caballo prieto azabache se entonaban en un coro lánguido que se perdía entre el lomerío de los campos de Zacatecas, de Chihuahua, de Morelos, de Durango o de Sonora en aquellos años en que la revolución todavía no se volvía un gobierno de poco más de 7 décadas.
Alguien, con un lápiz mordisqueado por las prisas, debe haber escrito aquellas letras presurosas al amparo de un anónimo colectivo que convertía en verdad los pasajes que el deseo de paz y justicia imaginaba en las largas tardes del verano o en las noches cuajadas de estrellas con el oído atento a los ruidos de la oscuridad del monte.
Las películas de Antonio Aguilar, de Pedro Armendáriz y de María Félix nos muestran a la soldadesca harapienta a caballo y a pie, y en medio de todos, a un personaje vestido ridículamente con saco polvoriento, bombín agujereado por alguna bala errabunda y lenguaje pulcro y elegante.
Acaso sería el maestro de algún pueblo perdido en el mapa del olvido o un licenciado venido a menos por cuestión de amores y alcoholes, pero indudablemente era el poeta de esa parte de la Revolución, quien escribía los decretos militares que su general no podía (porque no sabía) escribir, y las cartas de amor que los soldados jamás enviarían a sus mujeres e hijos porque al día siguiente serían acribillados detrás de un huizache, y en sus horas de esperanza se deshilaba en romances tiernos que con el tiempo fueron cambiando de sentido, de datos y de dirección, y terminaron siendo entonados por tecnobandas y cumbieros despiadados en los desfiles del 20 de noviembre.
Hoy, como entonces, alguien se esconde bajo la sábana del silencio y escribe poemas simples que después se hacen canciones que nos las bombardean todas las horas de todos los días en la voz del gritón Vicente Fernández o de esa industria llamada Luis Miguel.
Dicen que si el ser humano no lee poesía, no le pasa nada, pero algo puede sucederle si la lee y la gusta. Aunque no deja de ser peligroso en nuestra región inclinarse por la fantasía de lo poético: todavía hay quienes se susurran unos a otros, quitándose la boñiga de las botas “Cuidado con fulanito: se desvela mucho, no le gusta trabajar y se junta con gente muy rara, para mí que le gusta escribir poesía”.
Como decíamos, la poesía tiene una función, es parte del registro de nuestra memoria social: recordemos que los escritores nos abren la posibilidad de entender mejor los fenómenos que vivimos y que nos han hecho seres sensibles, pensantes y propositivos: en una palabra, inteligentes.
Los escritores han hecho de la literatura un decodificador de la realidad. Les ha costado tiempo y esfuerzo sobreponerse a la angustia que implica el trabajo en soledad sin la menor seguridad de difusión, de reconocimiento, de premio. Saben que no es posible reemplazar la vida —que nos hace felices o nos agobia, según el caso— por la ficción literaria, por ello son cuidadosos con sus historias.
Y saben también que el libro es una herramienta fundamental para comprender los fenómenos que conforman esa realidad ineludible que nos mantiene aquí y ahora: la vida misma, redonda y entera.
Además, ahí está el esfuerzo cotidiano de nuestros escritores, quienes siguen ofreciéndonos interpretaciones de la vida que nos enriquecen la capacidad de discernir entre las diferentes opciones de la esperanza.
Como se ve, a veces dios, esa fuerza misteriosa, profunda y omnipotente que mantiene en equilibrio al universo y sus alrededores, si juega a los dados con el corazón, y es entonces cuando el silbido del viento, el caer de la lluvia y los registros de la naturaleza más sencilla que es la esencia humana, nos rebasan y es cuando los seres vegetales e inanimados se vuelven seres de signos que el poeta percibe, y al romper la distancia entre la rosa y el objeto, adviene la palabra: la distancia entre la rosa y la palabra se quiebra; el poema es ya la rosa, la rosa es el poema.
Y el poeta entonces lo mismo puede comunicarnos su llamarada de ternura por los recuerdos de la infancia, los compañeros de la juventud, la amada huidiza, o su nostalgia por los caserones de pueblo natal, derruidos ante el embate del neoliberalismo:
Yo vide las rüinas de la patria mía
y me acordé de ti, Carlos Salinas...