El día que me di cuenta de que se me estaba cayendo el cabello, hacía un frío espantoso que quemaba por dentro, algo así como buche de bacanora, pero untado por todos lados: era el último día de diciembre de 1982.
Con el peine rebosante de capilares, me encerré en el baño, me miré fijamente al espejo, me aplasté con rabia un granito de grasa que, cual rémora, traía en el cachete derecho y pensé, como queriendo restarle importancia al asunto: Ego laudo pigritiam et feminas bonas... sin que para nada viniera al caso. Después me eché medio litro de brillantina Wildrott (“Fija el pelo sin engrasarlo”: mentiras) en los pelos para que agarraran un poco de sentido común, y salí de la casa rumbo a la fiesta de año nuevo: siete horas después, las primeras luces del 83 me sorprendieron vomitando el pozole colorado de Doña Fidencia detrás del edificio del Museo y Biblioteca, que entonces lucía como fantasma sin nadie a quien espantar.
En ese entonces, mi libro Cuadriludios (Ed. Universidad de Sonora. Colección Poesía Joven #7. 1981) era un verdadero éxito de librerías y todos me saludaban con un fragmento del célebre poema “La mujer es como el menudo”, de cuyas líneas no quiero acordarme, y de mi cabello (y su caída) ni quién me dijera nada, sólo me veían con la mirada oblicua, como pitcher antes de revirar a la primera, y se sonreían de manera falaz: malo para un chico que aspiraba a transitar por la vida con una melena digna de rockeros de los setenta, maloliente y etilizado hasta atrás.
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que la caída del cabello no es un asunto privativo de mi familia, ni siquiera del género masculino; es más, ni siquiera es exclusivo de aquellos que han rebasado la treintena de años con toda desfachatez: he visto jóvenes de menos de veinte que ya lucen su frente amplia y la tonsura definida, y muchachas que dicen que el cabello se les cae a mechones como si estuvieran bailando de cabeza la “Danza de los siete pelos”.
“Cosas del stress”, dicen los dermatólogos, “y también de la falta de una adecuada alimentación y de malos hábitos higiénicos”, como si uno tuviera a su disposición las bodegas del Costco.
“Asuntos genéticos”, dicen otros, atusándose las barbas con esmero nervioso, como quien desea desviar mentalmente las ganas del cuerpo hacia actividades menos mundanas, pero humanamente necesarias.
Y hay quienes privilegian el seso a los hilos capilares, y los sentimientos a las bondades del fisicoculturismo con frases como: "Deja de preocuparte, hombre, que dentro de cien años todos pelones" o "¿Qué prefieres: ser inteligente y lúcido como Germán Dehesa, o greñudo e insípido como Ricky Martin?": éstos son, por supuesto, los individuos definitivamente calvos y gordos que se refugian en los oscuros cubículos de las universidades y de los centros de investigación, y que se gastan miles de pesos en alimentos naturistas, litros y más litros de Pepsi ligth y revistas en las que aparecen en cada página chicas piernas largas y flacas que se derriten justamente por individuos insípidos y greñudos... sí: como Ricky Martin. (Claro: uno se queda con la respuesta en la punta de la lengua, por no herir susceptibilidades y atacar sin querer las bondades del yoghurt y las verduras cocidas).
No cabe duda que los intelectuales gordos y calvos se tragaron el cuento aquel de que en cada sapo habita un príncipe azul, y están en espera de que alguna princesa se atreva a besarlos para abrirse como huevos cocidos y darle paso al pollón hermoso tipo apache de Hollywood que todos llevamos dentro.
Sí: la vida a veces es cruel y lo marca a uno con huellas que no se quitan jamás. La calvicie, que dicen que es incurable, es como el fierro que le ponen a las vacas: algo así como llamarse Remberto, Filomena o Sigifredo. Y si uno se llama Remberto o Sigifredo (o Filomena, porque a estas alturas del tiempo todo puede pasar) y encima es calvo, pues… muchas gracias y que te vaya bien.
Ustedes lo saben mejor que yo: Cristo tiene su buena melena, y estoy cierto que Dios tiene una luenga cabellera dorada, algo así como estar mirando los rayos infinitos del sol. Yo no creo que Dios use Selsum azul o champú Vanart, ni que se tome cada noche una pastillita Propeshia (“Finasterida”, en las Farmacias Similares del Doctor Simy) para que no se le caiga el pelo. Pienso que su cabello es natural y que no necesita hacer un comercial para decírnoslo. Pero ¿qué tal si fuera calvo, eh...?: los pelones seríamos los dueños indiscutibles de la felicidad.
Así que si usted, pelado lector, es calvo o va que vuela para allá, le tengo una noticia que lo estremecerá: el mundo seguirá girando torpemente hasta el fin de los tiempos, esté usted más pelón que el cochi o más greñudo que Alex Lora. Se lo juro.
Aunque, de todas maneras, no deja uno de sentir gacho que el cabello se le caiga, porque los pelones somos algo así como la sombra oculta de lo que fuimos (a no ser que seamos connotados intelectuales o, de perdida, operadores de trailers). Ya lo escribió Xorge Manrique: “Cualquiera greña pasada fue mejor”. Y en el fondo, aunque uno no lo confiese, anda como Marcel Proust: en busca del pelo perdido.
Ah, por eso el día que me di cuenta de que se me estaba cayendo el cabello, me miré al espejo, me apreté un grano de grasa que me salió en el cachete derecho y me fui a beber hasta embrutecerme, como para ir templando el espíritu para el futuro sin pelos que me esperaba a la vuelta de mis treinta y tantos años...
Y así he llegado a los más de cincuenta que cargo encima: pegándome unas templadas que ya quisieran algunos mechudos envidiosos que yo conozco: algo tiene uno que sacar de la caída del cabello, ¿no?