Le dicen Panzón. Y le da servicio a los aeroculers. Yo no sé cómo puede treparse a los techos a meterle mano a los aparatos si está tan gordo. “Y encima, soy diabético”, dice esbozando una especie de sonrisa y empinándose una coquita. Pero no es buen aeroculero, porque luego empiezan a fallar y después anda como enyerbado. Será por la panza, digo yo.
Yo sé que no le gusta que le digan panzón, pero no lo manifiesta. En cambio, siempre deja en claro a la feliz asamblea que no permite que le digan cerdo. “Cerdo, no me llamen cerdo. Al que me diga así lo voy a mandar al averno...”, dice sin especificar bien dónde queda dicha región o lo que sea. Como yo soy muy buena onda, según dicen quienes no me conocen, para que el panzón no se agüitara por su gordura, le conté la historia de mi amigo Cástulo:
Yo tengo un amigo sincero, que es precisamente de donde crece la palma. Se llama Cástulo (que en el dialecto mayo quiere decir: “Hombre de carrizo amarillo y silbido agudo”), pero siempre le hemos dicho Joselito porque de niño era flaco y cabezón, como el españolito aquel que a finales de los sesentas entonaba unas canciones bastante cursis con su voz de pito y que cuando salía en Siempre en Domingo nos parecía que se iba a derrumbar como las Torres Gemelas porque imaginábamos que su cuerpo esquelético no iba a poder sostener el tremendo peso de aquella mole de piedra que traía sobre los hombros, y que más que cabeza se parecía al Peñón de Gibraltar, que entonces pertenecía a España, casualmente. No cabe duda: Qué imaginación tan pinchi tienen los niños. En serio.
El caso es que una vez, a mitad de una borrachera escandalosa, el Cástulo me confesó, poniendo la cara de angelito que no se acabara un plato de menudo: “¿Sabes?: Yo era un tipo amargado y triste porque tenía 29 kilos de sobrepeso. Y sufría mucho. Tú sabes: El colesterol y la fatiga; la taquicardia y los sofocos; la reducción del apetito sexual y las broncas con la vieja ninfómana que tengo; la discriminación a la hora de jugar basquetbol y todas esas manifestaciones negativas que hacen de los gorditos unos seres incomprendidos siempre al borde de la crisis. Así era yo”, dijo mi amigo antes de empinarse la treceava lata de cerveza de la tarde para después ir a servirse una orden de tacos más generosos que los que sirven en Tacos Piña’s, que es algo así como el paraíso de los feligreses de la carne asada y las papas rellenas: Hartémonos, mi bien, en este mundo, donde lágrimas tantas se derraman...
Yo, que tengo mirada de balanza romana, le calculé a aquel hombre de carrizo amarillo y silbido agudo una estatura de 1.75 metros; un peso corporal de 115 kilos, y una intoxicación alcohólica digna de la primera plana de El Imparcial. Es decir, mi amigo sincero de donde crece la palma traía, a esas alturas de la borrachera, un sobrepeso de alrededor de 40 kilos. Ni otorgándole el beneficio de ser pesado con una balanza de changarrero, de esas que dan 800 gramos por kilo, se salvaba aquel hombre de un sobrepeso salvaje.
Podría decirse que el Cástulo, esa tarde de copas, esa tarde loca, andaba en el borde infeliz del soponcio, pero no se le veía triste. Nada triste. Por el contrario, mi amigo sincero de donde crece la palma podría recitar el célebre poema “El más feliz de los chorritos”, aquel que comienza con el alimenticio verso Eres el tomate de mi más tierno hotdog, y ganarse un Óscar sólo por decirlo. Así de contento se veía. Ni Sabines y el Abigael juntos lo igualaban.
“Oye, ¿y qué pasó con aquello de que los gorditos son unos seres incomprendidos y todo lo demás?”, le solté a boca de jarro. “Ah —respondió como si acabara de descubrir la tibieza del hilo negro—, lo que pasa es que no hace mucho mi vieja me regaló un libro: Lípido y libido, los siameses se reúnen (Walters, Richard. Diana Editorial, México, 1998), que ha cambiado totalmente mi vida —dijo estirando el brazo derecho y describiendo un arco frente a él como si fuera Pedro Infante cantando Cien años, y después agregó—: Con decirte que a veces nos echamos hasta diez repasones a la semana. Mjú”, dijo muy fachoso el Cástulo, con una sonrisa que ahora me parecía grasienta y soez... pero feliz. Ni modo.
Después me detalló los capítulos de aquel fabuloso libro en el que ni le recomiendan dietas maravillosas ni le dicen que bajará los kilos que le dé la gana sin recuperarlos jamás. No. Simplemente el libro señala, con un lenguaje científico y claro, cosa no es muy común en estos días, que no hay mejor manera de perder peso que simple y sencillamente subirse al guayabo. Y entre más veces, mejor.
“Nada de dietas pendejas ni utilizar aparatos ridículos que más parece que te van a dejar inválido que a ayudarte a adelgazar. No, señor —subrayó mi amigo sincero—: la cosa más fácil para mantenerte como quieras y además conservar la estabilidad matrimonial es empericarte cada vez que tus feromonas se disfracen de Tarzán y que la Yéin esté dispuesta a recibir al gorilón amoroso que se viene liana por liana hasta el centro de aquellito, sin puñal, por supuesto, para no perjudicar la ocasión”, añadió con la lata catorce en la mano aquel ser redondo salido de la imaginación de Edgar Rice Burroughs.
“A mí me salvó aquel libro —dijo el Cástulo—: Me salvó del hartazgo que me producen todos esos anuncios imbéciles de individuos que creen que te están haciendo un favor con decirte que si utilizas tal aparato o sigues determinada dieta o lees equis recetario vas a bajar de peso, el abdomen se te va a poner como lavadero y las chicas te van a seguir como si fueran cochis tras el zoquete. Nada de eso. Si la gordura no es gratuita. Uno le invierte mucho dinero y gran parte de la vida en ir redondeando la panza y el trasero. Y luego vienen estos tarados a decirte que las estadísticas dicen que los gorditos vivimos menos. Pues viviremos menos, pero nos divertimos más. Y si aplicamos lo que dice el libro del lípido y el libido, pues ¡chúpale, pichón!”, mencionó y después se fue por otra orden de tacos.
A lo lejos, me pareció que se estaba convirtiendo en Tarzán. Sería que como ya estaba oscureciendo... vaya usted a saber, amigo lector.
El problema que tiene el panzón aeroculero, a quien no le gusta que le digan cerdo, y muchos otros cerdos reales que andan en friega bajo los calorones todavía primaverales, es que no les gusta leer, y menos los libros que no tienen monitos, aunque aquel disimulado dice que con frecuencia se emperica en los techos para arreglarle la manguerita a los aparatos y desgreñar lo que haya que desgreñarle al aeroculer, pero yo, como a los perodistas y a las encuestas, tampoco le creo.
Como sea, muy en el fondo y a lo ancho, pienso que la gordura debe ser de quien la trabaja. Y nadie tiene derecho a meterse en ese territorio tan delicado. A menos, claro, que tenga una orden judicial, como en las películas gringas o en la Ley y el Orden. Ahí si ya cambia la cosa. Pero si no, pues no... ¿que no...?