Yo tendría siete años y cursaba el segundo grado de primaria en la escuela Centro Escolar Talamante (es que, verán, siempre fui un animalito muy precoz), cuando la profesora Blanca, que era una matrona enorme que gustaba de jalarnos las patillas y azotarnos las nalgas con un metro de madera mientras nos preguntaba la tabla de seis (aunque a veces se equivocaba y nos azotaba las patillas con un metro de madera y nos jalaba las nalgas sabe cómo), nos habló de los libros y de la gente que los escribe.
Han de saber ustedes que entonces, hace más de cuarenta años, no existía eso de los derechos de los niños ni el asunto del trauma infantil después de la riatiza que el cielo nos tenía prometida, y que nunca habíamos escuchado las mágicas palabras “Derechos Humanos” para poder esgrimir razones civiles y políticas, y así evitar los rounds pedagógicos con los maestros de aquellos tiempos.
Claro que el mundo ha cambiado enormidades. Además, yo vivía en Navojoa, y en aquella región del sur del estado el mundo se creó como tres mil años después del descubrimiento de América, aunque parezca una exageración, así que la modernidad en todos sus aspectos tardó un poquito más en llegar ahí. Ni modo.
“Los libros, como ustedes saben, son esos objetos así como cuadradones, hechos casi siempre de papel con pastas de cartón que tienen escritas infinidad de letras y algunos hasta traen dibujos pintados afuera y adentro, y para saber lo que nos quieren decir, tiene uno que leerlos: eso es lo malo”, dijo la profesora Blanca con una autoridad editorial que ya quisieran los dueños de la Librería de Cristal.
Nosotros le creímos palabra por palabra porque no era cosa de arriesgarse a recibir gratuitamente un reglazo por contradecir a la profe. No, señor. Por el contrario: todos nos quedamos como extasiados por lo que nos acababa de decir, pusimos en los ojos una expresión de agradecimiento, y en el rostro el semblante de “Mi mamá me mima, mi mamá me ama” y de “Ese oso sí se asea”, y la profesora Blanca pasó a otro tema para no empantanar nuestra niñez en asuntos librescos en los que después tendríamos oportunidad de profundizar, y es que ya nos esperaba la clase sobre los ríos de México.
Recuerdo que esa mañana, “El Marro”, alias Rafael Almada, dijo en voz baja para que no lo escuchara la profe: “¡Ay, sí! Ahora la profe va a salir con: ‘A ver, Almada, dígame usted los ríos navegables de México...’ A mí qué me importa saber si el Popocatépetl es navegable!” Nosotros nomás lo escuchamos en silencio y lo reprobamos con la mirada: “¡Qué bruto eres, Marro —le dijimos también en voz baja—: Claro que el Popocatépetl es navegable! De hecho, es el río más caudaloso de México”. Punto. (Recuerden que aquellos tiempos eran diferentes, y en Navojoa nos enseñaron que el Popocatépetl sí era navegable).
Ahora ya sé que el Popo no es navegable. Y dicen los conductores del informatvo Entre Tontos que muchos sujetos que ahora andan disfrazados de candidatos a lo que sea también lo saben. Pero entonces, en aquel pueblo risueño del sur de Sonora de hace cuatro décadas, todas las cosas eran virtuales, hasta los libros de texto gratuitos que traían en la portada una mujer colosal sosteniendo el asta bandera, y que no era otro personaje más que la patria: una patria que nos esperaba en los libros. Qué ironía, eh.
En la imaginación del niño que fui hace más de 40 años, atemorizado por la voz de trueno de aquella profesora de segundo de primaria, a quien ahora recuerdo con ternura, se formó una imagen equivocada de los escritores: “Mínimamente —pensaba yo—, los que escriben libros han de vivir en un país lejano, tal vez al otro lado del mar, si no es que vienen de otro planeta”. Recuerden que yo estaba en segundo año y no me perdía ni un episodio de la serie de televisión “Mi marciano favorito”. En blanco y negro, claro.
Con el tiempo, digamos que cuando estaba en la preparatoria, la razón llegó a mí y me convencí de que los escritores son seres muy inteligentes, que han leído mucho, que se pasan todo el día metidos en un estudio pensando, fumando, tomando café en el Vip’s y escribiendo asuntos que nada tienen que ver con la cotidianidad. Como si fueran diputados faltistas. Ni más ni menos, broders an sisters.
Llegué a creer que los autores de libros, inclusive, hablaban tres o cuatro idiomas (y todos del extranjero: ¡qué casualidad!), que siempre traían una pipa en los labios y que todas las mujeres se enamoraban de ellos con esa locura que nace de la vista y del embeleso, lo cual en la realidad no pasa si uno no tiene unos cuantos millones en el banco o el carisma y el trasero de Yahir, que no es cosa fácil, dice la Martha Olivia de Othón.
Y así pasaron los años: y yo siempre con la idea de que los escritores eran magníficos navegantes, con largas melenas rubias, que eran intrépidos buscadores de peligros y que podían luchar y vencer al mismo tiempo a un león, dos cocodrilos, un monstruo de gila y a una pandilla de mapaches electoreros sólo con la mano izquierda y la otra amarrada a la espalda con algún nudo ingenioso de esos que utilizan los asaltantes para atar a los empleados de las tiendas y dejarlos encerrados en el baño mientras huyen impunemente.
Esos eran los escritores que me imaginé desde aquella mañana en que la profesora Blanca nos habló de los libros y de la gente que los escribe... hasta que yo mismo empecé a escribir y a publicar: porque, como ustedes verán, yo soy lo más alejado de aquellos intrépidos buscadores de peligro. Lo que más cercano que hago a las aventuras peligrosas de la imagen idealizada de aquellos autores de la juventud, es subir las escaleras del edificio de Rectoría y muy a veces, porque luego me da carrilla la Rosymoreno. Y de la rubia y larga melena mejor ni hablamos, porque desde hace mucho que caita tomi, tutuli.
Bueno, el caso es que recojo con cariño en esta entrega el recuerdo de la profesora Blanca y de su intento por acercarnos a los libros (y los escritores) porque no hace mucho fue el Día del Maestro, que incluye por supuesto a las maestras. ¡Faltaba más!
Para el caso de quien esto escribe, haber sido la materia silvestre que las manos sabias de los profesores de primaria intentaron dar forma, por la mañana y por la tarde y la mañana de los sábados, para convertirnos en personas de bien, fue un verdadero privilegio, porque lo mucho o lo poco que uno ha logrado ser en la vida se debe, en gran medida, al esfuerzo de ellos. Y equivocados o no, con volcanes navegables o no, la crítica de entonces se basaba en las lecturas y las reflexiones en las aulas.
Decía que cómo han cambiado las cosas, y dígame usted si no, porque hoy el espíritu crítico de nuestros niños y jóvenes se aprende exclusivamente de la televisión y de la internet, y no de programas como Mi marciano favorito, sino de otros tipo Ventaneando y La Oreja, en los que la estupidez sienta sus reales, y el gran gurú de la filosofía de los jóvenes es Adal Ramones y toda la zoología imbécil que ensalza las novelas y canciones de gruperos y cumbiancheros. O sea: ¡hellooooo!
Y encima ni siquiera se imaginan qué xingaos es un volcán, y los ríos navegables, como no vienen en los anuncios que hacen los futbolistas de la selección para la Bimbo-Marinela y Telmex, ni siquiera existen.
En fin: ayer como hoy, hoy como mañana y mañana como siempre, felicidades a nuestros viejos maestros que nos enseñaron con muy buena ortografía y bonita letra que había volcanes navegables en México, pero que sobre todo nos mostraron con su ejemplo que la vida vale la pena vivirla de manera inteligente, haciendo las cosas y yendo paso a paso por el sorprendente sendero de la felicidad. Y para ello nunca hay que perder la capacidad de asombro ni echar en saco roto las utopías necesarias para salir al sol cada mañana. ¡Salud, maestros... e maestras!