Trova y algo más...

domingo, 28 de junio de 2009

Larga vida a los soñadores...

Los hijos de la cultura del esfuerzo —los agrotitanes regionales, los socios que negocian en lo oscurito las buenas y las malas con los grupos en el poder y los hijos de esos socios que obtienen como premios subrogaciones y candidaturas, aunque sean unos verdaderos animales— dicen que los artistas no sirven para nada; más los escritores, que según ellos trabajan... pero sentados, rascándose todos los rincones del cuerpo de manera disoluta y a veces con los ojos cerrados, como si estuvieran pensando, subrayan los empresarios de la tragedia, con un cinismo que les chorrea desde los colmillos.
Pues sí. Esa es la imagen de los artistas: la de unos verdaderos flojonazos, de unos soñadores que no aportan nada al producto interno bruto, más que puras vergüenzas, según la mayoría de los políticos y de los juniors que se salen del closet en las convenciones de la Aesmac. Se lo juro, oiga, diría la Coyito.
Tal vez no tiene caso buscarle mucho al asunto: como vemos, sigue vigente el desprecio con el que se cataloga al escritor, sobre todo al poeta, a quien se le suele recomendar: “Procura que nadie sepa que haces versos, no vayan a pensar que no se puede contar contigo, que eres bohemio, soñador, irresponsable y, encima, maricón”.
Como la mayoría de nuestros gobernadores ha sido verdaderamente un hato de bestias, en Sonora es preferible —y está mejor visto— ser agrónomo, licenciado en administración de empresas o ingeniero industrial y de sistemas (aunque no sepa redactarle un simple oficio a su jefe) que escritor (aunque escriba novelas perfectamente redactadas).
Pero... tope en eso...
Los historiadores, los políticos y los miembros del clero defienden que el jesuita Eusebio Francisco Kino es el padre de la agricultura, la ganadería y la industria sonorense; es decir, gracias a él Sonora es la despensa de México... tal vez en muchos aspectos...
Se entiende que Sonora es un estado forjado por prohombres: agricultores que le inyectaron fertilidad al desierto y establecieron trigales, huertos, hortalizas y viñedos; ganaderos que alimentaron al país con la fecundidad de sus vacas, puercos y borregos, y empresarios premodernistas que llenaron de asfalto y edificios las ciudades, y construyeron presas y lugares turísticos para bien de un estado y una raza que no se doblegó jamás ante los cincuenta grados centígrados de temperatura a la sombra y los más de dos mil kilómetros que nos separan de la capital del país.
Prohombres que no tuvieron tiempo para andar leyendo poemas de amor o libros de cuentos con “malas palabras” o novelas de aventuras: los tiempos les exigían enlodarse las botas entre los surcos sembrados de algodón y trigo o mancharse los Levi’s de boñiga o aprender inglés para solicitar créditos en los bancos de Arizona.
Eran tiempos de ser hombres productivos, no bohemios, holgazanes y afeminados poetas y novelistas.
Nada de leer versitos cursis: para enamorar a la mujer, con sólo sacar la billetera bastaba, o simplemente la montaban en las ancas del percherón y a poner tierra de por medio. Al año nacía el primer chamaco con cara de cierta culpabilidad... y ni quién dijera nada.
Y hoy que sus hijos y nietos son personas hechas a su imagen y semejanza, duplican no sólo el esquema social, sino también el cultural: compran la mejor tecnología extranjera para instalarla en sus granjas o establos o en sus miles de hectáreas o en sus fábricas. Redecoran sus residencias y cambian de carro cada año... pero no adquieren libros.
Acaso sigue prevaleciendo la idea de que todavía son tiempos de ser hombres productivos, no bohemios ni holgazanes, como si la cultura fuera bohemia, holgazanería o una vil nada, o estuviera yuxtapuesta a las actividades productivas.
Por ende, se rechaza la literatura de manera sistemática, “porque los libros son producto de esa bohemia, de esa holgazanería... de esa vil nada”.
Por supuesto que, exactamente como pasó con sus padres, olvidan —o desconocen, que es lo más probable—, que Eusebio Francisco Kino, en sus múltiples cabalgatas por tierras de la alta pimería, escribió varios informes, relaciones y cartas en las que se refería a sus actividades científicas y misioneras, además de que en Sonora escribió parte de su libro Crónica de la Pimería Alta. Favores Celestiales.
Incluso, está antologado en Inventario de voces, una visión general y retrospectiva de la literatura sonorense desde el siglo XVII hasta nuestros días, como el primer escritor sonorense.
Pero, tomando en cuenta lo anterior, ¿qué prohombre se atrevería a catalogar a Kino como un bohemio y/u holgazán?
Desde luego que pensar que Kino era un maricón es un sacrilegio propio de mentes desquiciadas. Aunque Kino haya escrito, y esté antologado como escritor sonorense.
Este esquema ideológico funciona sólo para los hijos y nietos de los prohombres: los prohijos y pronietos. Para el pueblo común, los que no tenemos posesiones que le den brillo y larga vida y gloria eterna a nuestros nombres, privan limitantes diferentes, de las que sobresale, obviamente, la económica.
Aunque cuesta trabajo pensar que los libros estén considerados caros: un buen libro de manufactura local cuesta alrededor de 150 pesos, poco más que lo que cuestan dos paquetes de seis cervezas. ¿Y qué grupo de sonorenses en su sano juicio no consume al menos doce cervezas heladas-heladas cada sábado?
Lástima que la misma respuesta no se pueda aplicar a la pregunta ¿y qué grupo sonorenses en su sano juicio no adquiere un libro cada sábado?
Y en eso no tienen la culpa los escritores, afeminados o no, sino aquellos que los han catalogado como huevones, como improductivos, como soñadores...
Pero según un estudio reciente señala que el hecho de soñar despierto no significa perder el tiempo: de hecho, aseguran los expertos que en esos instantes en que uno anda en la baba absoluta o multiplicando el cero mirando las nubes, el cerebro está trabajando más eficientemente en resolver problemas.
Mediante un scanner, los científicos descubrieron que mientras las personas estaban en reposo aparente se activaban zonas del cerebro asociadas a la resolución de problemas; es decir, “soñar despierto” activa mecanismos que nos permiten ser más eficientes.
Comúnmente se pensaba que cuando la mente vagaba era sinónimo de inactividad o de pendejez, como usted guste, pero los estudios señalan lo contrario: el cerebro parece activarse de mejor manera que si estuviera uno escuchando un discurso del Maloro Acosta o tomándose un tarro de cerveza Indio, que es muchísimo más recomendable que el discurso del sujeto de marras.
Soñar despierto, por tanto, nos permite mejorar nuestro trabajo y nuestra vida en general.
Más que concentrarse para resolver un problema, nuestra misión debiera ser dejar vagar la mente sin presiones y después atacar el problema, pues dejar volar la imaginación y, si se tiene, la sensibilidad, nos permite tener visiones paralelas y buscar de muchas maneras la solución al mismo problema.
Así que de vez en cuando conviene dejar de lado la parte de bestia que nos conforma y darle más vagancia a la parte espiritual para ser un poco más brillantes —o menos opacos, usted escoja— de lo que somos como personas.
Y esto vale para todos. Incluso para los gobernadores y para los presidentes de partidos políticos.
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