“Bueno... y tú qué ondas?”, me preguntó la Cecy el otro día en ese lenguaje críptico de los guaymenses bien nacidos, y después ligó otro cuestionamiento: “¿para qué tanto dale y dale a eso de escribir todos los días como si te pagaran?”.
Les juro que yo me quedé como pensando y no supe qué responderle, y qué bueno porque tomando en cuenta que la Cecy es una amiga rascuachona que tengo desde hace muchos año, que siempre está al borde de un ataque de nervios, como si fuera una chica Almodóvar, y que justo ese día andaba en la rayita roja de la nostalgia esquina con depresión, y con una cheve en la mano, no faltaría que en medio de la calle se hubiera cortado las venas con el bluetooth del Motorola que siempre trae pegado en la oreja.
El caso es que para no quedarme callado, me puse a revisar mis viejos archivos y encontré uno que habla exactamente de lo que pude haberle contestado a la Cecy, pero que por andar en las mismas nomás no tuve las neuronas suficientes para hilar un par de párrafos como los que ahora comparto contigo, amigo lector, sin aviso y sin permiso.
Y es que escribir es una práctica o un oficio que comporta en cierto modo una ritualidad ceremonial parecida en muchos casos a actos sagrados; escribir tiene cierto parentesco con una liturgia particular donde la facticidad real del mundo circundante o la objetividad empírica de lo dado-constituido, de alguna manera, es sometida a permanente catarsis.
Difícilmente es posible encontrar otro oficio, fuera de ser diputado o millonario holgazán (actividades que en algún momento del día se hermanan) donde la subjetividad del individuo alcance expresiones tan extremas como en el acto de escribir: Se puede perfectamente hablar de una fenomenología de la grafía en tanto manifestación estética de un determinado sentido en la lámina inédita del ser, y no es descabellado pensar en la escritura como exorcismo de pulsiones bioenergéticas que duermen en los abismos insondables de la compleja naturaleza humana.
Es inequívocamente terapéutico escribir para purificar el alma y limpiar la psiqué de las infecciones del espíritu. Se escribe, entre otras razones, porque no se puede hacer otra cosa distinta; se escribe para no morir de tedio y aburrimiento o sencillamente para no cometer un asesinato en plena vía pública (¡te salvaste, Cecy!).
Se escribe para dejar constancia de nuestro paso (efímero, ciertamente) por este miserable planeta que, como todos sabemos, no es el mejor de los mundos posibles; porque, como también reza el precepto latino: “Verba volant scripta manent”, que en yaqui quiere decir: El rollo se va, lo escribido permanece: ¡Ehui, huei!
No siempre lo que decimos (oralmente, se entiende) testifica nuestra conducta pública (y ahí está lo que les digo de ese legislador tercermundista que todos traemos dentro); en cambio, lo que escribimos puede aguantar el implacable rigor del paso de los años y es en no pocas ocasiones testigo de nuestros avatares existenciales: ahí tienen los oficios de certificación de la Guardería ABC firmados por Copado, que de seguro le costarán el puesto y la dignidad… si hay, a estas alturas de la tragedia.
En una suerte de ironía, puede decirse que uno escribe para no morir del todo, para hacerle una trastada a la muerte, menos los periodistas, como ustedes ya se habrán dado cuenta con el conteo diario. Algunos dicen que escriben para trascender; otros sostienen que escriben porque no soportan el pesado fardo de la realidad y necesitan forjarse (y fajarse, en el más rupestre albur) un mundo aparte, alterno o paralelo donde puedan coexistir mejor con sus fantasmas.
Hay quienes, incluso, llegan a afirmar que escriben porque no pueden dejar de hacerlo, en claro homenaje a la holgazanería intelectual cuya fe se da en esta entrega y otras que la rodean. No obstante, en rigor, es saludable reconocer que existen temperamentos que una vez descubierto el “vicio de escribir"” ya no pueden, so pena de prescindir de su propia existencia, dejar de hacerlo. Para algunos escritores escribir es una especie de bendita maldición sin la cual es imposible seguir contemplando el inexorable paso de los días.
También los hay que escriben para ser comprendidos, para ser celebrados y promovidos por la industria cultural. Son los escritores de fantasía y oropel, esas caracterologías narcisistas que tiemblan al no poder soportar la compañía adorable del silencio y la sombra. Lo estricta y rigurosamente cierto es que escribir es una actividad que requiere una buena dosis de soledad como condición sine qua non para ejercitarse como Dios manda... o al menos como lo sugiere, dijera Benedetti.
Desde épocas remotas, pongamos por caso, desde la antigüedad griega clásica, hubo escritores (antiguamente se les llamaba logógrafos) que adoptaban el arte de escribir como máxima expresión del dominio retórico y sofístico. Recuérdese que la sofística (el arte de las palabras) fue patrimonio casi exclusivo de los pensadores escépticos. De modo que el arte de decir, nombrar, designar la realidad con el mayor y mejor número de expresiones era, y aún hoy sigue siéndolo, potestad de quienes manifestaban un espléndido dominio de la lengua y del lenguaje en general. “De los escritores más escritores”, dijeran por ahí, hincándole las espuelas al cuaco.
Históricamente, las diversas civilizaciones que se han sucedido a través de los siglos y milenios han contado con una "casta sacerdotal" de intelectuales y escritores que, por cuenta propia o por encargo, escribieron los acaeceres y las ilusiones de legiones de seres humanos en su tránsito por nuestras sociedades.
Desde el mismo momento que escribimos, tal vez sin quererlo conscientemente, reflejamos una tensión dialéctica y hasta contradictoria con la idea de realidad que gobierna nuestros hábitos de pensamiento y nuestras formas de conocimiento, pues escribir es desentusiasmarse de lo real. Se escribe para boicotear los prestigios y la autoridad que pretende infringir la realidad objetiva a nuestra conciencia subjetiva.
Dicho de otro modo; la verdadera y auténtica escritura, si es que ella existe, es inequívoca expresión de una imaginación escéptica desilusionada; pues el poder persuasivo de la sintaxis viene de un trasfondo evidentemente nihilista, irrefutablemente dudante. No hay otra forma mejor de desenajenarnos que escribiendo; pero -eso sí- escribiendo los más oscuros dictámenes de nuestra naturaleza anímica y de nuestro temperamento emocional.
Así, de este modo, la práctica escritural en ocasiones se convierte en un poderoso instrumento psicoanalítico mediante el cual vemos nuestro verdadero rostro humano. Escritura como praxis autodiagnóstica, la escritura como cura, como terapia del lenguaje; la búsqueda de la excelencia y la perfección lexical como realización máxima de salud psíquica e intelectual del ser.
A la mejor por eso escribo, Cecy, aunque no me paguen, pienso con cierto dejo de tristeza. Snif...