Ya no lo hago. Tengo años que ya no lo hago. Antes, cuando Araceli estaba aquí y yo en una ciudad a más de dos mil kilómetros de distancia, le escribía casi a diario. Dentro de sobres de diferentes tamaños le ponía los olores y los sabores, la humedad del ambiente, la lluvia que caía repentina, el color del cielo, el tamaño de los edificios, el sonido de los acentos, el gelatinoso ocre del smog, la hierba en todos los jardines y siempre un beso tocado por la nostalgia y un abrazo alargado y triste.
Ahora esos sobres tienen otra forma, y el papel es una mirada, una caricia, una mano posada sobre el hombro al ir manejando, un susurro somnoliento, un quejido dormido bajo un ventilador de techo que repite y repite cada vuelta como si fuera el tiempo que se va para nunca regresar.
Escribir cartas, tal y como las conocimos siempre, es una práctica que ha caído en desuso. Los medios electrónicos nos han sumido en una frialdad mecánica que nada tiene que ver con los tachones y las correcciones necesarias sobre el papel, con las notas al margen y la postdata ocurrente que se colaba feliz después de la firma, como duendecillo de largas orejas que sonreía travieso al final del texto con su cara manchada por los deseos de seguir acariciando la mirada trémula del destinatario en las rutas del corazón.
Ahora basta con levantar el teléfono para decirles a los demás que ha nacido un nuevo miembro en la familia, que fue varón, que pesó tres kilos 200 gramos y que se llamará Rodrigo Alberto, como su padre. Incluso, en un alarde de avance cibernético, se puede comunicar en un e-mail, con la fotografía como attachment, la imagen de aquel pequeño ser con el rostro hinchado, peludo y horroroso, como nacen todos los bebés que se precien de serlo.
O, como cereza en el pastel de la tecnología, es posible transmitir el parpadeo de aquel bebé que se llamará Rodrigo Alberto, como su padre, a través de las populares web-cameras, mostrando todos los pliegues de su piel, los lunares indiscretos y el bostezo lechoso que quien le importa un rábano en ese momento el devenir de la humanidad, azotada por George Bush y su ejército de asesinos trashumantes, que confunde el oficio epistolar con el verbo pistolar.
Es decir, no queda nada a la imaginación, esa imaginación que con las cartas redactadas en papel, con pluma en mano y acaso un café humeante al alcance del olfato y del sabor, debería desarrollarse al máximo, porque solían transmitirnos emociones, como las cartas aquellas escritas en un rincón escondido de un paraíso particular perdido en un cuarto de azotea bajo la mirada nevada de los volcanes del altiplano.
Las cartas solían ser medidas de tiempo, y se convertían en buques, en carruajes o en trenes para alcanzar la otra orilla de la felicidad.
No en balde, Serrat nos hace un recuento de la nobleza epistolar en su canción Juan y José: A Juan y a José se les acabó pronto la niñez segada con la mies, pisada por los bueyes. Y mientras José tomaban los caminos de la mar el otro lo despidió desde el muelle. Del que se fue llegaron cartas con olor a ron cargadas de promesas que Juan leía mientras ponían la mesa y releía sin prisa en el café: Caña dulce, mamey colora’o, verde la palma, blanca la garza, con un ojo abierto, en la charca, vigila el caimán... Qué cosas, Juan, tanto rodar y estamos otra vez en donde lo dejamos. Pero a ti, Pepe, que te quiten lo bailado. Y gracias, Pepe, por llevarme a bailar. Tú cabalgabas y yo iba a la grupa en las largas tardes junto a la estufa del viejo café. Con las alas de tus cartas, José, atravesé todos los cielos de América; contigo, amigo...
Como decía, ya no lo hago. Tengo años que ya no lo hago. Antes, escribía cartas casi a diario. Dentro de sobres de diferentes tamaños le ponía los olores y los sabores, la humedad del ambiente, la lluvia que caía repentina, el color del cielo, el tamaño de los edificios, el sonido de los acentos, el gelatinoso ocre del smog, la hierba en todos los jardines y siempre un beso tocado por la nostalgia y un abrazo alargado y triste.
Recuerdo cuando el Ariel Silva me comentó la anécdota del hallazgo de unas cartas con más de medio siglo de antigüedad que fueron encontradas por unos trabajadores en un caserón de un viejo barrio de Hermosillo. La curiosidad científica, pero más el deseo de meter las narices donde nadie los llamaba, hizo que aquellos individuos conocieran, y después divulgaran en borracheras fastuosas, la historia de uno de los matrimonios más conocidos de la ciudad hace más de 50 años.
Según la versión de Ariel, la lectura de aquellos cientos de cartas, fechadas a diario durante casi cuatro años, fueron construyendo un testimonio de amor digno del mejor de los romances filmados en Hollywood: él y ella se conocieron en una de las fiestas que por entonces se celebraban en el viejo casino, ubicado en el mirador, donde dicen que se apareció el diablo. Después el joven se fue a estudiar a Francia. Y es cuando comienza la historia epistolar.
Por entonces el correo llegaba a Hermosillo en el tren que tenía la estación en la vieja “Pera del Ferrocarril”. Y ahí había que ir a recoger las cartas.
Dicen quienes escucharon a aquellos trabajadores, heridos por la cerveza y la nostalgia, que a través de las cartas fueron notando cómo el tono y la cercanía de las almas se fue fraguando como se fraguan los metales cuando los besa la pasión del fuego: del saludo cordial encerrado en un lejano y frío “Estimado Equis”, aquella pareja hermosillense pasó al abrazo del “Querida Ye” y después al “Recordado Equis” para estancarse apasionadamente en el desatado y sofocante “Amada Ye”.
Lo más curioso, dicen los testigos de aquellas borracheras epistolares, es cuando ella, después de ir a la “Pera del Ferrocarril” por la correspondencia y no encontrar cartas de él, le reclamaba con letras redondas y firmes, manuscritas en amorosa tinta azul: “Hace dos trenes que no me escribes”.
Y aquí es donde volvemos de nuevo a las palabras de Serrat: si la literatura no nos hace sentir el mundo y la presencia de todos en cada letra escrita, para enamorarnos de alguien que respira en el otro lado del mundo y hacérselo saber, entonces no nos sirve para nada.
Y de prueba está esa pareja del Hermosillo antiguo que ya ni siquiera vive, pero sí su romance epistolar. Y de seguro que permanecerá durante mucho tiempo, al menos mientras duren las parrandas de aquellos trabajadores que un día tuvieron la fortuna de encontrar los legajos y de leerlos, y después recordarlos, acicateados por la melancolía y el desamor, al calor de unas heladas.
La tecnología es importante, pero más importante es el ser, ése a quien podemos tocar con nuestras cartas, construir alrededor de él nuestros viajes particulares en las alas de las reflexiones, como lo hicieron aquellos trabajadores que reconstruyeron la historia de amor de nuestra anecdotada familia hermosillense en parrandas jubilosas que espiritaban el cuerpo pero también el alma, como deben de ser todas las parrandas.
No es de urgencia, pero quizá una carta de vez en cuando no estaría de más, no vaya a ser que alguien, desde la maleza del tiempo y del cariño, nos reclame afectuoso: “Querido Equis: hace quince Multirrutas que no me escribes”.