Dicen las viejitas de los pueblos que todos, sin excepción, incluyendo al clan Trevi-Andrade y a los dueños de la Guardería ABC y a quienes permitieron su corrupto funcionamiento, tenemos un ángel de la guarda: no un artista de Hollywood que nos tiene con el alma en un hilo durante hora y media de película, sino un verdadero ángel de la guarda: un ser asexuado, sospechosamente hermoso, con faldillas enormes y grandes alas que más parecen tendederos de ropa que instrumentos divinos hechos para el vuelo; un ángel de la guarda sin más código de ética que velar por su entenado; un ángel de la guarda en toda la extensión de la palabra: pálido cual palúdico, con las mechas hasta el hombro, el rostro infantil de anuncio de hojas de afeitar y los pies inodoros calzados en alpargatas usadas durante siglos infinitos y acaso adquiridas desde que Dios inauguró el tiempo.
Algo de razón han de tener las viejitas de los pueblos en aquello de que alguien —que es dulce compañía y que no nos desampara ni de noche ni de día— nos cuida siempre: quizá sí tenemos ese guardaespaldas intangible y desaliñado, aunque no tengo la certeza de si todos, porque sé de buena fuente que algunos optamos por ángeles distintos... como “Los ángeles de Charly” (¡mjú!)
Pero ya se sabe que ángeles de la guarda o ángeles de la guarida funcionan para lo mismo: nos sirven de copiloto en diversas circunstancias de la vida. Por ejemplo, cuando en alguna reunión nos ponemos hasta el gorro con bebidas espiritosas que nos ponen el alma de apache y después nos enmachamos, nos subimos al chuecón y manejamos haciendo eses, zetas y letras todavía no inventadas por los lingüistas hasta el hogar dulce hogar, y sin saber ni cómo llegamos a salvo, sin atropellar a alguien, chocar contra los postes que se atraviesan en la etílica imaginación o sin ser detenidos por algún feroz tránsito, y nos levantamos al día siguiente con la boca hojalateada en un sulfuroso sabor a desaliño y con un sombrero de dolor en la cabeza y nos asomamos al espejo y vemos el reflejo de un rostro vagamente conocido, desgajado por la cruda y con los pelos tiesos por el sopor del alcohol, sólo alcanzamos a preguntarle a ese que nos mira completamente empañado y con los ojos flameando sangre desde el fondo del espejo: «y tú... ¿quién eres?»...
Y allá, en el rincón más lejano del espejo, se siente aletear un ángel, que aunque no nos ofrece las respuestas adecuadas, nos sirve de pretexto para salir a hurtadillas el siguiente sábado y regresar a casa en condición de bulto, sin saber ni cómo, la madrugada del domingo entre el ladrar bullanguero de todos los perros del barrio que, más que a uno, le ladran a esa invisible presencia alada que busca dónde treparse para que no le desgarren las faldillas, porque los canes son, literalmente, unos hijos de perra.
En situaciones como ésas, es frecuente presentir que sobre algunos vehículos hay presencias aladas, intangibles pero fragantes, que aletean cual zopilotes sobre los autos de los desordenados (que casi ni hay), y que les abren paso por entre el tráfico citadino, como ambulancia en pleno desenfreno, para evitar que se estampen contra algún rinoceronte del Servicio Panamericano o que se lleven de corbata a algún chamaco con la cara pintada a quien la necesidad le ha sacado a flote su verdadera vocación de malabarista de naranjas verdes por lo que sea su voluntad y volador de Papantla en los yucatecos de la Plaza Zubeldía... Al fin y al cabo que los niños de la calle también tienen su ángel de la guarda sin moñito blanco ni florecita di-no-a-las-drogas en la solapa.
En fin, a veces los ángeles de la guarda son un tanto consentidores, pero no siempre. Porque hay ocasiones en que son más estrictos que un maestro de cuarto de primaria (sistema público).
Pero no deja de ser lindo sentir el aleteo frágil del ángel de la guarda soplándonos al oído toda nuestra buena suerte para que nosotros, a nuestra vez, podamos susurrarle a los ojos a nuestros ángeles domésticos, esos que nacieron de nuestra suma de dos, cuánto los queremos cuando amanecen cada día y cuando cumplen años, y callarles qué tanto hacemos para que su vida sea un camino sin tantas piedras, sin tantas decepciones, sin tantas tristezas, sin tanta muerte...