Víctor Lay se asoma por los portines de la muerte
mientras en el aire cuelgan las notas de un merengue:
la luna cascarañada se cubre con un velo de perros
para despistar las trompetas jubilosas de su alma
cuando el rumor del océano a lo lejos
se convierte en una moneda de plata.
El humo de los cigarrillos echa raíces en el ambiente.
Entonces Don Víctor pide su trago y canta
—atrapado en el sedimento de la soledad—
un bolero gris, lento y desgarrador:
la historia de una mujer abandonada
que se tatuó en el vientre el rostro de aquel hombre
que secó su saliva entre sus senos
y vació sus vísceras en la orfandad de su entrepierna desnuda,
enmarañada en el pelambre hirsuto de la angustia;
una mujer que nunca se cansó de pedirle fuego
a quien sólo le dio ceniza;
mujer océano que se ahogó en sí misma
cuando ya no pudo mantenerse a flote
y se convirtió en sirena,
silicato,
yarey…
Cuentan que en el último acorde del bolero
Víctor Lay llora como desamparado
y regresa a la tumba a evocar a esa mujer
que se hundió en sus propias aguas
antes que serle infiel a un fantasma
con otro fantasma...