Chesterton, ese genial maestro contemporáneo de la paradoja y del sentido común se sorprendía de lo absurdo de un mundo, como el nuestro, que valora socialmente más la actividad de un educador que enseña la regla de tres a cincuenta alumnos que la de una madre que enseña a su hija o a su hijo todo sobre la vida.
Todo el énfasis sobre la importancia de la educación para el progreso de un pueblo, los acalorados discursos de nuestros políticos sobre la necesidad de reformar permanentemente la educación para hacerla más efectiva, los aumentos de la partida de Educación en los Presupuestos Generales del Estado, son palabrería hueca o argumentación inconsistente, cuando casi nada ayuda a fomentar la dedicación de tiempo y de calidad a la forma más universal de educación, la educación privada en el hogar, pues comparada con ella, la educación pública en la escuela puede resultar estrecha y limitada.
En efecto, "mientras el educador trata generalmente con una sola sección de la mente del estudiante -afirma Chesterton-... los padres tienen que tratar no sólo con todo el carácter del niño, sino también con toda la carrera del niño".
Solemos olvidar que es más grande y más sacrificada la posición del padre que la del maestro, así dice con ironía el célebre escritor inglés:
"Todo el mundo sabe que los maestros tienen una tarea fatigosa y a menudo heroica, pero no es injusto con ellos recordar que en este sentido tienen una tarea excepcionalmente feliz. El cínico diría que el maestro tiene su felicidad en no ver nunca los resultados de su propia enseñanza. Prefiero limitarme a decir que no tiene la preocupación sobreañadida de tener que estimarla desde el otro extremo. El maestro raramente está presente cuando el estudiante se muere...
O para decirlo con una metáfora teatral más suave, rara vez se encuentra ahí cuando cae el telón".