Las crónicas de la autopsia —que al final se volvió un evento más para los programas faranduleros que un asunto estrictamente necrológico—, señalan que Michael Jackson estaba casi completamente calvo, sólo una fina pelusa cubría su cráneo, y usaba peluca; era casi un esqueleto y estaba lleno de piquetes en todo el cuerpo; tenía numerosas cicatrices de las al menos 13 operaciones de estética a las que se había sometido; presentaba lesiones como costillas rotas por los intentos de reanimación y en su estómago sólo había rastros de pastillas. Estaba severamente demacrado y pesaba nomás 51 kilos…
Los que me conocen bien pueden tomarse la libertad de inferir que entre Michael Jackson y yo sólo había de diferencia unos 45 kilos a mi favor y unos 500 millones de dólares a su favor. Es decir, casi nada.
Y todo lo demás: los 51 años que él cumpliría próximamente, el tono desequilibrado de la piel, el rostro que se cae a pedazos, la fijación por los infantes (a mí me gusta mucho Pedro Infante, aclaro), la calvicie y la vocecita de eunuco trasnochado... todo eso sería lo que las encuestas malditonas señalan como un empate técnico entre él y yo. Ni más ni menos.
Por eso, mal mirados, Michael Jackson y yo somos digamos que igualitos: como un reflejo en el espejo en medio de la noche, como dos gotas de aceite quemado que quedan en la cochera, como dos gatos negros huevoneando sobre el sofá de la sala con la incredulidad retacada en sus nueve vidas de a mentiritas, según lo visto...
Y si no fuera porque ya se regó el tepache de la muerte de Jackson en los medios (la mayoría nomás para eso sirve: para andar de chismoleros), yo hubiera podido dar los 50 conciertos que tenía programado este muchacho desastroso, pero con una condición: nunca de los nunca nuncas haría el pasito ese donde Jacko se agarraba lo que la ciencia médica ha denominado el paquete y luego hacía una especie de ataque sexual, con lo que el público caía rendido a sus pies...
Y no es que me dé vergüenza el pasito de marras, pero eso de andar agarrándose el paquete ya es un asunto proscrito incluso en los estadios de beisbol, donde antaño los peloteros, enfundados en colgantes pijamas de franela, se la llevaban agarrándose el paquete, tocándose las nalgas con toda impudicia y escupiendo litros de tabaco como borrachos a punto del vómito...
Mi paquete, que quede claro, es como el voto: es un asunto que queda nada más entre él y yo. Además, es como las promociones de los restaurantes de comida rápida: no es acumulable ni es transferible ni aplica en otros estados.
Y si Michael Jackson se lo daba a desear a sus fans, yo no, pues mi agrario corazón de viejo zapatista me ha enseñado que el paquete debe ser de quien lo trabaja, con yunta de bueyes, arado de pico, costalito con semillas y toda la guadalupana tradición de la intimidad... y así sí gana la gente, como dicen por ahí...