Trova y algo más...

domingo, 19 de julio de 2009

Receta para vivir muchos años...

Será que a estas alturas del tiempo a uno se le muere todos los días una parte por dentro (o por fuera, que todavía no es mi caso, pero que ha de sentirse muy pero muy feo) o será que la llegada del verano y del calor acarrea también todo el polvo infernal y cochinerístico que a veces no se ve pero de que se siente, se siente.
Será, pues, que andamos con el moco guajolotero a todo lo que da y eso mismo nos pone tan nostálgicos que acaba uno hablando de la gente que se perdió acaso para siempre en los caminos torcidos de la muerte. O algo así...
Mi viejo amigo Miguel Manríquez escribió en su libro El aroma de la tribu: “Los muertos de mi familia, durante las noches de agosto, se sientan a mi lado y preguntan por sus vivos, por sus casas, por los vecinos, por los carnavales”. Les recomiendo el libro pero no la melancolía, porque uno inevitablemente termina así como con lagrimitas en los ojos y la garganta reseca reseca como dicen que andan los que fuman habitualmente cannabis sativa, vulgo móis. Ejem. Y luego, se acuerda uno de los muertos de la familia.
Les diré que en mi familia la gente suele morir vieja; a excepción, claro, de los que se mueren jóvenes. Pero ni al caso. Por ejemplo, mi bisabuela Sacramento falleció casi a los 120 años, echando por tierra el promedio de 75 años que dicen en el comercial de Cicatricure vivimos los mexicanos. Cierto que uno podía leer en el rostro de mi bisabuela la historia de su vida porque su cara parecía el Códice Florentino, con monitos y todo, además de las arrugas galopantes que cruzaban su faz como veredas antiguas.
Es más, si uno se fijaba bien, podría ver hasta liebres brincoteando por entre las arrugas del rostro de la Sacramento, y una que otra vaca buscando zacate cerca de la comisura de sus labios, como si fuera una escena filmada por Tim Burton y no incluida en la película “El cadáver de la novia”.
Siguiendo con la familia, según mis tíos, mi abuela Guadalupe (hija de Sacramento, por cierto) murió, en sentido figurado, claro, como de 4000 años de edad. No están muy seguros, pero ellos creen que la huella de pie impresa en una roca en Cucurpe y que tanta alharaca levantó durante algunas semanas aquel gringo que vino dizque a tomarle fotos y medidas para un libro que está haciendo (¡ay, qué emoción!, dice el ala cursi de cierto diario), la dejó mi abuela cuando era joven y bella, como una estrella.
Claro que mi abuela en sus últimos años se la pasaba sentada todo el día, lo que le hizo ganar mucho peso, tanto que ni comiendo cereales milagrosos ni tomando las aguas de la esbeltez rebajaría un gramo siquiera. Pero dicen que en sus tiempos de juventud podía hacerle 10 kilos de tortillas de harina al vago de Pancho Kino y después, jirita jirita, irse a rumbear al kiosko del Parque Ramón Corral (hoy Parque Madero), o a una función de ópera en el Teatro Noriega (hoy un intelectual estacionamiento) o a tomarse una cerveza de raíz en El Limoncito (hoy Bar Seven O’leven) con mi abuelo Jesús Aguirre, que también murió en su juventud más que avanzada, pero justo en el promedio del comercial, con lo que queda claro que las mujeres de esta familia tienen una vida más larga por razones que no me meteré a tratar de dilucidar en este breve espacio en que no estás, muerto y lector amigo.
Mi amá Olga (hija de la Guadalupe) ya rebasó hace rato el promedio de edad y todavía se sienta, taza de café en mano, a ver la novela de la tarde y el beisbol por Telemax (en serio, no sé cómo le hace para aguantar la voz y divagancias de merolicos baratos de los comentaristas, pero así es la vida: mientras que unos tienden a subir, otros suben a tender. ¡Qué bah!). Ella es naranjera de colesteroso corazón sin llegar a las ridiculeces de los comerciales que hicieron para la campaña pasada, como si los juegos se ganaran con anuncios fáciles y huecos. En fin.
Claro que mi amá ya no escucha demasiado y desde hace mucho que peina canas (al menos ella peina canas, me dirá algún perverso de esos que nunca faltan, ¿no?). Pero cuando su oratoria agarra vuelo, no hay quien la pare. Se parece a Fidel Castro, pero sin el pelero en el rostro, claro, y a cualquier pastor de iglesia cristiana, de esos que hasta compran su tiempo en el Canal 12 para pastorear a los borregos. O sea, mi amá bien pudiera haber sido diputada local porque la enorme mayoría de estos seres ficticios se la llevan a pura tradición oral y nada de empuñar la pala o agarrar la palangana. Pero qué tal con los autopréstamos: la ficción hecha realidad.
A veces me parece que mi amá tomó clases con Los Polivoces porque cuando se suelta tijereando a alguien, hasta hace la voz igualita, con gestos incluídos. Y la Olga tiene público cautivo: ahí está mi papá todo el día escuchando las peripecias de los vecinos, y mis hermanas que le piden consejos de cómo desmanchar los pañales de los chamacos, y los nietos menores que con tal de comerse un pan con mermelada están dispuestos a disfrutar el monólogo campechano de mi amá...
Y la vida continúa, nos guste o no.
¿Cómo le ha hecho esta gente de la familia para seguir diciendo presente cada mañana, a pesar de todas las trabas que nos ha impuesto como trampas para que la vida se acorte con amargura? No lo sé. A lo mejor están hechos de esa materia maravillosa con la que se hacía la gente hace mucho: una mezcla de dignidad, constancia, trabajo y respeto por uno mismo y por los demás. Lo que faltaba lo iban sumando cada día con amor y prudencia, se me hace.
Yo creo que no hay fórmulas para vivir tanto y bien.
Acaso la única receta que conozco para vivir larga vida y gloria eterna es simplemente tratar de ser feliz. La felicidad, dice mi estimado José Angel Calderón, no consiste en tener todo lo que se quiere, sino en querer y disfrutar todo lo que se tiene, que es absolutamente diferente.
Pero si no se tiene tranquilidad municipal, para no tocar otras esferas, entonces ¿qué hacemos?
Tal vez inventar realidades alternas donde no escasee el agua ni nos cobren por estacionarnos ni haya baches ni ajusticiados a plena luz del día ni todo lo que la posmodernidad y la globalización de la estupidez nos ha heredado. Es decir, fortalecer con estoicismo la paz interior, que no el conformismo, para vivir bien los días y dormir mejor las noches.
Como sea, yo sigo queriendo a mis vivos así como quiero a mis muertos. Ni más ni menos...
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