Trova y algo más...

martes, 21 de julio de 2009

¿Me estás oyendo, inútil...

Seguramente muchos de Ustedes sabrán cómo son las cosas: comienza uno y los compadres con una cervecita los sábados como a las cuatro, y después la tarde empieza a bostezar como para darle hilo al tiempo y luego cae con la rapidez de un papalote con la cola enredada en los tirantes de la nostalgia; un minuto más tarde la noche abre sus alas de cuervo sobre todos aquellos bohemios de corazón de poeta y las cosas se cubren de una aura como de filosofía tercermundista donde todo se puede arreglar en menos de quince minutos… todo, menos lo importante, igual que ya sabemos qué y quién.
Al caer el último out de la tarde, uno mira alrededor sólo para darse cuenta que en torno de aquella mesa como de cantina nada más queda uno y los compadres, porque aquellas tarde sabatinas son como los barcos a punto de naufragar: se salvan primero los niños y las mujeres, quedando al final los hombres para ver qué pueden rescatar de lo que queda del sábado, que no será nunca mucho: por eso, aunque las esposas y los hijos no lo entiendan, quedarse hasta el último instante antes del naufragio finsemanesco tiene un algo como de heroísmo incomprendido que a veces dan ganas de llorar: “Y, órale, compadre, échese otra pa’guantar la incomprensión…” (bueno, snif).
El caso es que no fue hace mucho que en una de esas tardes de heroísmo, mis compadres y yo terminamos filosofando sobre cuál situación es la que nos hace sentir (más) inútiles, y por ahí se fue una discusión bizantina que casi terminaba con los santos que doña Olga tiene por dondequiera y que en el fervor sabatino pusimos a temblar en nuestro propio temblor, que más bien parecía un baile producto de una mezcla de calentura de Fiebre del Nilo con una conga de Celia Cruz: “Todo aquél que piense que la vida es desigual…”
No diré nombres, no tiene caso porque nomás tengo tres compadres, y los tres son, como diría Machado: en el buen sentido de la palabra, buenos, aunque cuando se les suben los grados Gay Lussac (que, según dicen, no era gay) se vuelven como el Mister Hide de la Apolo, con cuernos (ellos sabrán las historias que les cuentan en sus respectivas casas), garras y todo lo demás que convierte a un hombre cualquiera en un monstruo notable.
En fin, el caso es que uno de mis compadres, el que soñaba que era rey, ya metidos en el terreno de las confidencias, manifestó lo siguiente (“Escriba ahí, Secretario”, como si estuviéramos en la Tremenda Corte de Tres Patines): A mí me entra la inutilidad cuando quiero hacer cuchi-cuchi con mi mujer y de repente se me achicharra el bulbo, señaló con una metáfora poco apropiada para el momento. No sé qué me pasa, a lo mejor ya entré al creciente grupo anónimo que Pelé quiere rescatar con pastillitas para que uno haga el chaca-chaca con chilenas, palomitas y medias tijeras, y después se bañe con una chifladera de gusto y contento, como si Padrés lo hubiera invitado a participar en el equipo de transición, agregó cuando puso el tema sobre la mesa de las discusiones.
Otro de los compadres, el que soñaba que en el mar sobre una barca iba a pescar, dijo simplemente que él se siente inútil cuando escucha las canciones de Paquita la del Barrio, sobre todo cuando ella suelta la arenga con la que el pélida Aquiles le solicitaba las alpargatas a su fiel ayo Patroclo: “¡¿Me estás oyendo, inútil?!”. N’ombre, dijo aquella tarde el compadre: si cuando Paquita la del Barrio grita “¿Me estás oyendo, inútil?” hasta se me hace que estoy escuchando a mi vieja cuando me pregunta que si por qué llegué tarde o quién era esa que me habló por teléfono el martes o cuándo voy a pedirle el aumento de sueldo al baboso de mi jefe (como si fuera tan fácil… ser baboso): “De veras que hasta me siento rata de dos patas, dijo el compadre y después se empinó el vaso y lueguito desalojó el bazo.
Yo (que ni soy el más pequeño de los tres ni tampoco soy el mejor futbolista del mundo, aunque en el dribling me defiendo) nomás les dije que lo que me hace sentir el ser más inútil de la tierra es cuando salgo del supermercado y el estacionamiento está más vacío que mi declaración de impuestos y en ocasiones que mi ¿cerebro?, viene un individuo a colocarse detrás del carro para señalarme, silbato en ristre, que puedo salir sin miedo y hace las veces de controlador de tráfico aéreo, con los brazos estirados y toda la parafernalia necesaria.
En serio que ni queriendo podría chocar con algo porque no hay nada que pueda golpear, a no ser el mismo individuo que va y se coloca justo en el centro de la defensa trasera del ex onapafo, como torero venido a menos que sale a hacerle la faena a un par de monedas…
De veras, en ese momento me siento el individuo más inútil del universo, aunque mucho no me falta... en serio...
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