El problema ya no es el diagnóstico, sino la receta.
La invención de un gobierno ilegítimo en 2006 instaló a un grupúsculo de impreparados, corruptos y acomplejados en la cúpula del poder nacional y, frente a una crisis global, que en otras latitudes han sabido manejar de maneras notablemente mejores, la catástrofe parece no tener salida.
Felipe Calderón y su íntimo círculo sólo han agravado las cosas y han colocado al país, como lo dijera recientemente Marcelo Ebrard, al borde del abismo.
Lo peor de todo es que el club bohemio de Los Pinos no tiene manera alguna de enfrentar las múltiples complicaciones graves del cuerpo social con inteligencia y buen tino (ya no se les pida a esas húmedas autoridades la prenda desconocida en esos salones, llamada patriotismo).
Calderón ha perdido lo que en mala hora le habilitaron; es decir, la apariencia de que podía gobernar y que tenía un mínimo oficio político.
La realidad lo ha desnudado: no ha podido con la economía (desde luego, la frasecita aquella del presidente del empleo es hoy una ironía trágica), no ha podido con el narcotráfico (aunque a esa guerra ha destinado los miles de millones de dólares que debió haber destinado a combatir la pobreza y la miseria que en sus dos años y medio de mala administración han crecido como nunca antes), no ha podido electoralmente (es histórica la derrota que a base de dinero sucio y mapachería modernizada construyeron los priístas sobre las ruinas del calderonismo fallido), y no ha podido ni siquiera con los retazos de su partido, donde le acusan de haber diseñado aplicadamente el historial de su derrota con el antipático mono de ventrílocuo llamado Germán y, ahora, de pretender imponer a otro personaje vacuo y manip ulable, llamado César (hoy se sabrá si de verdad queda como candidato único o lo maltrata nuevamente su patrón, que no le perdona burlas al difunto Mouriño, al hacerle declinar para dar paso a un aspirante de conciliación en la persona del iniciador de las historias de panistas enredados fuertemente con el narcotráfico, Ernesto Ruffo, quien fue gobernador del cártel de Tijuana, perdón, del estado de Baja California.
Pero hoy, en estas horas sombrías, la pregunta es ¿qué hacer?
Los caminos de la institucionalidad clásica han sido obstruidos por los mismos beneficiarios de la desgracia nacional, de tal manera que son infundadas las esperanzas de cambio voluntarioso o de buena intención a partir de los mecanismos electorales, partidistas, gubernamentales, legislativos y judiciales.
Tampoco significa nada más allá del desahogo personal la enumeración de los vicios, errores, traiciones, corruptelas y crímenes cometidos desde los diversos flancos del poder (aquí ha de incluirse a la cúpula de la mayoría de los organismos partidistas “de izquierda).
Mucho menos habrán de funcionar positivamente las coartadas de la abstención, la anulación consciente o el alejamiento por hartazgo.
Sólo actuando colectivamente, de manera organizada, se podrá comenzar a recuperar el terreno largamente abandonado (muchas veces, mediante la fórmula de la adhesión, el apoyo a líderes y planes, pero dejando siempre la responsabilidad o la esperanza de los cambios en el ámbito de otros, de los dirigentes, los caudillos, los nobles luchadores en jefe que deben llevar sobre sus hombros la responsabilidad social delegada).
El triste final adelantado del calderonismo es una confirmación de que nunca tuvo la experiencia ni la capacidad para dar el falso vuelco espectacular en las preferencias electorales de 2006 y que su siempre impugnado asalto al poder fue fraudulento, inflado ese panista michoacano por los poderosos dueños materiales del País de la Desigualdad Extrema para impedir que llegara a la Presidencia alguien cuya propuesta de gobierno buscaba aminorar la desigualdad social.
Si se atendiera a las masas cada vez más empobrecidas, si no hubiera tanta rapiña y cinismo en las alturas empresariales y políticas de este país, tal vez no se estuviera a las puertas del estallido social, y los ricos y aspirantes a ricos no se sentirían amenazados por los millones de desamparados que ahora, con estos recortes presupuestales, por ejemplo, verán crecer el desempleo y sufrirán la debacle de las políticas sociales.
Nadie salvará a México más que los propios mexicanos.
Pero esa tarea de rescate tendrá que darse en el activismo, la denuncia y la organización, remontando el estado de perplejidad y abandono que intencionalmente promueven los mentirosos con bocina y peleando desde dentro de los movimientos sociales y políticos para que se pueda construir, o fortalecer, una opción a la altura de la desgracia que ya se vive, una oportunidad para no caer en el abismo tan anunciado.
--
Julio Hernández López (La Jornada, 24 de julio de 2009)
--