Trova y algo más...

lunes, 20 de julio de 2009

Hoy, hace cuarenta años...

Yo tenía once años. Y así como que importarme mucho la historia y sus pececitos... pues no.
Yo sabía que algo estaba sucediendo en algún rincón del universo, pero para mí no era vital: en ese entonces mi mundo giraba en torno a Natalia.
Natalia nos daba clases de catecismo todos los sábados, así que los asuntos de la ciencia pasaban a un segundo término, detrás de los asuntos de dios... y de la Natalia, que tenía los asuntos más interesantes que un chamaco doblemente silvestre (niño y habitante de Navojoa, según la tradición burlona del sur del estado, pues) podía imaginar... y desear, claro.
De hecho, creo que ni siquiera volví la mirada a la luna aquel 20 de julio de 1969, cuando según la historia oficial Neil Armstrong pisoteó por primera vez la superficie lunar.
Un pequeño paso para un hombre, un salto gigantesco para la humanidad, pronunció el Neilo cuando bajó de la escalerilla y puso sus bototas en el polvo hasta entonces virginal de doña selene.
Pero, como les digo, a mí me importó un soberano cacahuate el asunto: yo tenía mi propio paso enorme que dar, seguido por el salto del tigre sobre la Natalia... si es que encontraba una escalerilla y la ocasión propicia que no incluyera a su novio, obvio.
Pero aquello era algo prácticamente imposible: la Natalia ya iba a la preparatoria y yo todavía asistía a la primaria en la Centro Escolar Talamante, donde un puñado de animalillos silvestres —que hoy seguimos siendo silvestres aunque con un cierto grado de civilidad animal que nos delata el origen— andábamos como insectos de la ternura queriendo abrirnos camino hacia un futuro que el cielo nos tenía prometido, según la mamá de cada uno y la terquedad enjundiosa de nuestras maestras, que a fuerza de reglazos en las nalgas y jalones de patillas querían acercarnos a ese futuro con el lazo de la educación en el pescuezo, como se acerca al becerro a la acequia para que se atragante de agua y deje de estarle buscando a la vaca las múltiples tetas para prendérsele con esa fruición que sólo proporciona el instinto...
Y tal vez por eso yo buscaba en la Natalia aquella multiplicidad para darle rienda suelta a mi instinto de infantil vacuno que dio lugar al lento y babeante buey que soy, que siempre he sido...
El caso es que ella era como seis años y como 40 mil millones de hormonas sexuales mayor que yo. Y mi escasa humanidad era nada comparada con aquella diosa navojoense que era la viva imagen de la Diana Cazadora, nomás que con unos brazos morenos y torneados, y unas manitas que apretaban con tanta ternura el catecismo que ahora mismo podría jurar que fue por ella, y no por el temor a dios, que me aprendí la serie completa de oraciones, la lista de pecados —veniales y capitales, como todo buen pecador que se precie de serlo— y las bulas papales para no andar de cabrito amaestrado por las inconsecuencias.
En fin...
Yo tenía once años y estaba plenamente convencido —no olvidar la doble silvestridad, por favor— que la luna era de queso, y poco me importaba que unos ratones en forma de humanos fueran a querer comérsela a mordidas gigantescas, considerando el dicho del Neilo, así que aquel suceso de la historia moderna me pasó literalmente de noche.
Hay quienes dicen que aquel viaje nunca se realizó: que en 1969 no había la suficiente capacidad técnica para ir y volver de la luna, que no pudieron haber viajado más allá de cinturones de Van Allen...
Y toda esta teoría de la conspiración se alimenta con las extrañas palabras de Neil Armstrong: “No me hagan ninguna pregunta y no les diré ninguna mentira...”
Como sea, hoy se cumplen 40 años de la llegada del primer hombre a la luna, verdadera o falsa, y todavía no tenemos la certeza de que esto haya sido un salto enorme para la humanidad: los mismos vicios, pobrezas, corruptelas, hambrunas, politiquerías y demás engañifas de la civilización siguen estando tan presentes hoy como lo estaban antes de este hecho...
¿Y la Natalia? Yo qué sé. Ahora mismo es un jirón de luz en mi memoria, como cuando miro la luna sin los anteojos: una fugaz muestra de belleza eterna...
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