Mala cosa es recibir enfermo un nuevo año.
A estas horas yo debería de andar en la calle, abrazando a cuanto moro y/o cristiano me encontrara caminando, pero la realidad es cabrona cuando quiere, y heme aquí, encamado como recién nacido, encobijado hasta la sombra de mis malos deseos, no sé si con fiebre, pero sí con una gripe entre porcina y aviar (me toca por parte de las dos familias ancestrales, ciertamente), tomando dificultosamente un té más caliente que mis más memorables momentos de lujuria, y escuchando el trajinar de Araceli en todos los rumbos de la casa.
Si yo fuera dios, todo estaría bien: total que dios, después de hacer esa ingeniería inversa y obsoleta con la que construyó el mundo y sus alrededores, además de sus entrañas perniciosas —del mundo, no de dios, debe entenderse, que luego así empiezan los chismes teológicos—, se echó a descansar para ver qué pasaba con el universo, los dados de Einstein y las guerras contra el narco que ha desatado Calderón —una por día, cuando menos—, y con la paciencia que tiene este santísimo varón, ha ido descubriendo que poco a poco su maravillosa creación se ha ido convirtiendo en el intestino grueso de un ser mucho mayor que Él (nótese el respeto en esa mayúscula repudiada por Vicente Fox, con toda su ignorancia guanajuatense).
Si yo fuera dios, repito, no sentiría la vergüencita que siento al escuchar la friega que Araceli se ha puesto de sol a sol desde que la conozco y la amo (hace 30 años justos), pero como no soy dios, uno de mis propósitos de este año (días transcurridos: 2; días por transcurrir: 363... ¡a la madrola!) es aliviarme... no para ayudarle en lo que hace domésticamente, sino para hacer lo mejor que hago en la casa: hacer como que hago lo poco que me ordena hacer... (viéndola bien, a la mejor si soy dios).
Ahora mismo me acuerdo del vaquetón del Quintana, un amigo de mi tíos Chemo y Raúl, que en estos días, pero a finales de la década del setenta, se venía de los Estados Unidos, a donde se fue a radicar y a ser mantenido por una gringa —que ése es el verdadero american way of life tan pregonado—, nomás a pasearse los días uno y dos de enero por las calles de Hermosillo en su guayina, en un rodar tan lento que hasta la justicia podría rebasarlo, y cada vez que veía muchachas caminando o platicando en las esquinas, este canijo se bajaba de su carro a abrazar a todas, una por una, y hasta a besuquearlas, que ya en la efervescencia del año nuevo a veces se permiten ciertas libertades...
Y ahí se la llevaba el Quintana como candidato a diputado local: abrazando y besuquendo a las muchachas, y saludando de mano a los varones, porque los abrazos ya venían etiquetados desde gringolandia, cual presupuesto de Sedesol: despensas, láminas de cartón, desayunos preelectorales... puros rubros que vienen a fortalecer la democracia región 4 de la que gozamos en México desde hace más de 80 años...
¿Dónde quedaría el vaquetón del Quintana? No lo sé. Si ya entregó el equipo, ¿a quién le daría un último abrazo de año nuevo? Tampoco lo sé, pero ojalá que ese último abrazo haya sido tan feliz como aquellos de la década del setenta.
Yo, por mi parte, como tengo mis cuatro o cinco abrazos cariñosos bien etiquetados, serán utilizados cuando esta rabiosa enfermedad extraña que padezco me deje en paz, al menos hasta el próximo enero, que ya para entonces habrá preocupaciones mayores para el país y sus principales divas: no olvidemos que estará en juego la presidencia, aunque desde ahorita ya se ven pelafustanes poniéndose el sombrero para parecerse al vaquero metrosexual del anuncio, y gritan por lo bajito —porque todavía no son los tiempos marcados por el IFE, esa otra carísima inutilidad que mantenemos todos los mexicanos—: "¡A darle...!"
Sí: mala cosa es recibir enfermo al año nuevo...
--
--