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domingo, 3 de abril de 2011

Dios está más ligado a la ciencia que a las iglesias…

El escritor y filósofo Ignacio Solares menciona que la depresión, más que la gran enfermedad de nuestro tiempo, se ha convertido en el símbolo de la juventud. Sin utopías ni esperanzas ni ilusiones, sin Dios, ¿qué es lo que le queda a los jóvenes, a la humanidad en general, sino encontrarse llenos de vacío?

Y nunca mejor que hoy se aplica la reflexión sobre los vacíos existenciales.

Si uno observa a todos lados, ve tribus urbanas errando como en los viejos tiempos de las glaciaciones de las que nos habla la historia del mundo y la civilización. Vemos cada vez en mayor número a esos chicos que van por la vida buscando respuestas a preguntas que ni siquiera han imaginado, por ello van dando palos de ciego, sin rumbo, sin una meta clara que cumplir.

Acaso no es justo generalizar sobre la juventud y su escasa vocación por la vida, porque habrá excepciones que surgen de cuando en cuando y nos maravillan no porque sean los talentos que nuestro país y el mundo necesitan para reivindicar a la humanidad, sino porque simplemente tienen muy claro su función en el mundo y qué papel jugarán con el devenir de los años.

Son esos jóvenes que saben cuál es el sentido de la vida y si existe la trascendencia. En esa interrogante se la juega uno, mjú, sobre todo en un momento en el que uno siente a la juventud, a la sociedad, muy perdida, desbalagada, desorientada.

Uno de los dramas que se ven con claridad es que se acabaron las utopías, las ilusiones, las esperanzas.

O tal vez las utopías se han transformado en metas bastante rupestres que los medios nos ofrecen sin medir consecuencias: ya ven, desde el año pasado el Chapo Guzmán entró a la lista Forbes porque su fortuna llegó, haiga sido como haiga sido, a la marca mínima para ser considerado uno de los multimillonarios más selectos del universo.

Dijo la prensa: el narcotraficante mexicano Joaquín Guzmán Loera, con una fortuna de mil millones de dólares, aparece en la relación de la revista estadounidense Forbes de los más ricos del planeta. “Guzmán es uno de los mayores suministradores de cocaína a EU”, dijo la coordinadora del estudio, Luisa Kroll, que durante la presentación también señaló que las autoridades de ese país ofrecen 5 millones de dólares de recompensa por el narcotraficante, cuya “situación financiera es bastante buena”.

El capo mexicano, conocido como “El Chapo” Guzmán, fue una de las 38 nuevas figuras de ese selecto club, en el que está representado más de medio centenar de países, y en el que hay que tener mil millones de dólares para que Forbes evalúe la inclusión.

Guzmán Loera, jefe del Cártel de Sinaloa, apareció en el puesto 701 de la lista, alcanzó la distinción de poseer la mínima riqueza neta exigida para ser incluido en esta relación, que encabezaba el fundador de Microsoft, Bill Gates, con 40 mil millones de dólares, hoy superado por Carlos Slim.

Ese, pues, es el ícono a seguir, la nueva utopía a seguir, no importa que la actividad del Chapo se realice fuera del marco de la ley. Lo importante es llegar a poseer millones de dólares, y así, dentro del caldo de cultivo de una pobreza galopante, se establece un nuevo marco normativo de la conducta de los jóvenes y de la sociedad en general: ser decente donde priva la indecencia es incorrecto.

¿Qué ha pasado en las estructuras sociales?

Es difícil explicarlo, aunque quizá se base en algo tan simple como la debilitación de los valores elementales en los que se fundamenta la convivencia.

En las décadas del setenta y ochenta siquiera teníamos la esperanza del socialismo, lejana tal vez, pero siempre presente: estaban la Revolución Cubana y el Che Guevara como agarraderas; había camino para decir, por lo menos, “si no existe Dios, lucho por el hombre mismo”, pero actualmente impera la desazón, como diría el Nacho Solares.

El signo de nuestros tiempos es la desilusión. Se nos acabó todo. ¿La política? ¡Qué horror!, los muchachos cada vez se alejan más de ella. Y los muchachos que han hecho de la política un modus vivendis, desde hace mucho que dejaron de ser jóvenes para aprender las malas prácticas de los viejos políticos: cualquier partido tiene sus ejemplos, y no falta mucho para que nos invadan la tranquilidad con sus débiles propuestas rayanas en la estulticia.

Esa desilusión es muy preocupante. Los jóvenes están llenos de vacío y eso provoca un problema físico: la angustia, la depresión. Allí está el problema.

Para enfrentar esa depresión y superarla, no es recomendable luchar contra ella con antidepresivos ni cuanto fármaco más se invente, sino asumirla como parte de este mundo, y así poder salir de ella. No hay fórmulas mágicas sino definiciones muy sencillas: vivir de forma plena. No sólo ir al gimnasio, sino leer y reflexionar sobre la vida. Eso es algo que más pueden ayudar para saber que uno es un ser único y cada quien puede hacer de sí lo que quiera.

Uno puede después transformarse en un querubín, un ángel o un demonio con tridente, pero por lo pronto, aquí en la Tierra, uno será un ser único, y es muy particular darse cuenta de esa unicidad. “Allí es donde empieza a plantearse el problema de la pregunta, porque muchas veces lo que los jóvenes encuentran como solución es lo más peligroso: perder la identidad”, igualmente diría Solares.

Uno puede volverse gregario, integrarse a grupos en los cuales uno deja de ser quien es, eso que Erich Fromm llamó miedo a la libertad y nosotros podríamos llamar miedo a la identidad, a la propia, que es algo terrible, porque entonces lo que puede suceder es que alguien diga lo que uno debe hacer, qué pensar, qué no pensar, qué creer, qué no creer… o, en términos actuales e inmediatos, por quién votar y por quién no votar.

Ese es uno de los peligros gravísimos, que hasta lo celebra a su manera la Iglesia, particularmente nuestra iglesia.

De ahí se deriva otro gran cuestionamiento: ¿creer en Dios?

El problema de Dios, como término, es que es una palabra muy gastada. La palabra Dios refiere a una serie de planteamientos directamente religiosos. Por ejemplo, detrás de Dios está el fanatismo, están las iglesias, están los prejuicios, los estigmas, las grandes barbaries, y en todo eso hemos dejado de creer poco a poco.

Porque, ¿en qué clase de Dios creer? ¿El castigador o el bondadoso?

Cristo es un mediador entre el hombre y algo más, si es que lo hay. Por eso la enorme mayoría cree más en su figura, porque si hay una figura humana en ese sentido es Cristo. Con todo, el aspecto religioso es inherente a la vida, y preocupa más la situación del ser humano que la existencia de un ser superior y, sobre todo, hemos ido aprendiendo que si existe algo, está en relación directa con nuestro trabajo hacia él.

Hoy la Iglesia se ha convertido en una institución como de la Edad Media, y sobre todo queriendo transformar al ser humano en un retrógrada del siglo XXI, después de todo lo que se ha sufrido para lograr que la ciencia nos dé una nueva luz. Por ello, en una relación contemporánea, Dios está más ligado a la ciencia que a las iglesias.

Dios ahora mismo está más en el científico que trabaja con el microscopio que en el obispo, porque es un hecho que Dios nada tiene que ver con él.

Y si alguna vez Dios fue una utopía, al menos en una etapa de la vida, en nuestra infancia lejana y cada vez con más lagunas, hoy se ha vuelto un factor para la depresión, porque la filosofía se ha convertido en retórica hueca, sin mayor significado que el valor de la inmediatez, como la euforia transitoria de una dosis de cualquier droga en uso en la simulación cómplice de las autoridades.

Como dicen: en cierto sentido, la ciencia y la religión nunca estarán verdaderamente reconciliadas. Quizás no deberían estarlo.

El escenario contumaz de la ciencia es la eterna duda; el corazón de la religión es la fe. Seguramente tanto la gente de profundas convicciones religiosas como los grandes científicos tratan de comprender el mundo.

En otro tiempo, la ciencia y la religión fueron vistas como dos formas, fundamentalmente diferentes, incluso antagónicas, de perseguir tal búsqueda, y la ciencia fue acusada de enterrar la fe y matar a Dios. Ahora, en cambio, puede que refuerce la fe.

Y aunque no pueda probar la existencia de Dios, la ciencia podría susurrar a los creyentes dónde buscar lo divino.

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