Chesterton, ese genial maestro contemporáneo de la paradoja y del sentido común, se sorprendía de lo absurdo de un mundo como el nuestro, que valora socialmente más la actividad de un educador que enseña la regla de tres a cincuenta alumnos que la de una madre que enseña a su hijo todo sobre la vida.
Todo el énfasis sobre la importancia de la educación para el progreso de un pueblo, los acalorados discursos de nuestros políticos sobre la necesidad de reformar permanentemente la educación para hacerla más efectiva, los aumentos de la partida de Educación en los presupuestos anuales, son palabrería hueca o argumentación inconsistente cuando casi nada ayuda a fomentar la dedicación de tiempo y de calidad a la forma más universal de educación, la educación privada en el hogar, pues comparada con ella, la educación pública en la escuela puede resultar estrecha y limitada.
Y es que, en efecto, “el educador trata generalmente con una sola sección de la mente del estudiante —afirma Chesterton—, mientras que los padres tienen que tratar no sólo con todo el carácter del niño, sino también con toda la carrera del hijo”.
Solemos olvidar que es más grande y más sacrificada la posición de los padres que la del maestro, como lo dice con ironía el escritor inglés (Chesterton, pues): “Todo el mundo sabe que los maestros tienen una tarea fatigosa y a menudo heroica, pero no es injusto con ellos recordar que en este sentido tienen una tarea excepcionalmente feliz. El cínico diría que el maestro tiene su felicidad en no ver nunca los resultados de su propia enseñanza. Prefiero limitarme a decir que no tiene la preocupación sobreañadida de tener que estimarla desde el otro extremo. El maestro raramente está presente cuando el estudiante se muere. O, para decirlo con una metáfora teatral más suave, rara vez se encuentra ahí cuando cae el telón.”
Todo esto viene a colación para hablar menudamente sobre el diverso papel de la escuela y el hogar en el complejo proceso educativo del niño, y viene al caso para introducir la reflexión sobre la televisión y sus efectos educativos, pues no hay que soslayar que este inquietante intruso familiar, inicialmente recibido como aliado en el proceso educativo cuando apareció hace ya más de un tzingo de años, juega un papel decisivo en la formación, o deformación, particularmente de los niños, y de los no tan niños.
Hoy día el televisor es mucho más que un mueble con vida propia para muchas familias: es casi el nuevo altar laico. Es el centro de referencia espacial de la casa, en torno al cual se organiza lo que antaño se denominaba como “vida familiar”, hoy convertida en una simple “contigüidad familiar.” Hay todo un ritual ante la televisión. Cada miembro de la familia tiene sus posturas frente a la pequeña pantalla, sus pequeños hábitos; cada persona en la casa tiene sus programas que tiranizan no sólo a él, sino a todos los demás.
Todos sufrimos ciertamente de un chitón agrio del padre, que servía —y sigue sirviendo, claro está— para interrumpir la conversación que, aprovechando la pausa publicitaria había logrado abrirse camino: Ha comenzado el informativo y ya van a empezar los chismes de la cursilería política que dios nos tiene prometida con un nuevo sabor. Los dioses del hogar ancestral, los lares o manes romanos envidiarían la autoridad que este nuevo altar tiene.
No es gratuito, pues, que por ejemplo el duopolio de televisoras mexicanas hayan convertido al próximamente santo Juan Pablo II en una estrella más de los canales de la basura, con transmisiones en directo desde El Vaticano, en las que los reporteros deben poner la cara como de quien no miente o manipula a la perrada nunca. Eny, wey…
Y es que lo que dice la televisión es infalible, como si se tratara de la voz de Dios.
No cabe duda que cualquiera pasa más tiempo al mes ante el televisor que en la iglesia o incluso que en la cantina, ya no digamos en una biblioteca. Se recurre a ella —a la televisión, no a la iglesia, la cantina o la biblioteca, se entiende— cuando necesitamos ayuda para paliar un mal estado de ánimo o reponernos de cualquier problema: se mira y se escucha en silencio, suele tener nuestra confianza porque nos inspira credibilidad, aunque sólo nos ofrezca trivialidades y tonterías de actualidad, y la escasa información que nos proporciona la vivimos como si se tratara de la ciencia infusa que proporciona a los apóstoles el Espíritu Santo.
Y todo gracias a que a nuestro sistema de comunicaciones le falta espontaneidad. Todos son pasivos. La función política de la televisión consiste en domesticar las masas, en adormecer la capacidad de juicio, el gusto, las ideas. Es una de las formas de burocratización de la sociedad anticipadas por Max Weber.
El mismo Popper advertía en su testamento intelectual que la televisión se ha convertido en un poder político colosal, potencialmente se podría decir incluso que el más importante de todos, como si fuese Dios mismo quien habla, un poder demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia puede sobrevivir si no se pone fin al abuso de este poder.
Mi generación —aquella que ya navega al pairo en las aguas de los cincuenta— no nació con la experiencia del televisor como un mueble más del hogar, cosa que debemos no tanto al sentido educativo de nuestros progenitores sino al hecho de pertenecer a la progenie del primer coqueteo de la crisis eterna y su cauda de devaluaciones.
Sin idealizar el pasado, al menos no demasiado, mjú, de seguro que nuestros recuerdos están poblados de aromas de estrecha convivencia familiar —y a veces verdaderamente estrecha, pues toda la tropa había de acomodarse en un solo cuarto para dormir—; de tradiciones de relatos y cuentos propios de una cultura todavía oral en buena parte. Y de veladas de lecturas hasta bien entrada la noche, sobre todo esas largas noches de verano. El “daño” ya estaba hecho con la lectura y, gracias a Dios o a natura, era irreparable.
Kafka, que nunca llegaría a ser el contador que su padre había soñado, escribió en su pequeño diario estas palabras, nomás que en alemán: “Jamás le haremos entender a un muchacho que, por la noche, está metido de lleno en una historia cautivadora, jamás le haremos entender mediante una demostración limitada a sí mismo, que debe interrumpir su lectura e irse a la cama…”
Ignoro cuál será el recuerdo de la infancia de los niños y jóvenes de la generación de la abundancia y de la ahora metrosexualidad, pero no puede uno sustraerse a la temible inquietud que las cifras causan: Cada semana la televisión nos tiene dosificadas escenas de 57 asesinatos, 45 de sexo, 16 adulterios, 22 de abuso de menores, más las que se acumulen en la semana...
Francois Mariet, autor del libro “Déjenlos ver la televisión”, se pregunta: ¿Por qué la televisión constituye una monocultura para tantos niños en nuestra sociedad? ¿Por qué los padres, la escuela, las diversas organizaciones, han abandonado la infancia a la televisión? ¿A qué culpables intentamos proteger culpando ante todo a la televisión?
Estas interrogantes vuelven una y otra vez, mientras todavía persiste en el aire el humo de los insensatos disparos que destruyen la paz en cualquier rincón del mundo, con jóvenes protagonistas que se han creído personajes de series policíacas de televisión… series gringas, por supuesto…
Por cierto, en este asunto de la televisión en México, ahora nos toca ser bombardeados con los estúpidos comerciales de la campaña Iniciativa México 2011, en los que de manera cursi tratan de demostrar que la mayoría de los mexicanos es algo así como un híbrido entre tarado e imbécil, y al final lo que provocan los comerciales de marras es, por lo menos, convertirse en delincuente, en vulgar raterillo de diarios o de flores, al menos para sentirse vivos por un instante y dejar de ser los hígados que se coagulan en ese anuncio de IM2011...
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