Trova y algo más...

miércoles, 20 de abril de 2011

Entre ángeles y demonios…

No sé tú, pero yo no dejo de pensar en ángeles de la guarda cuando intento un acercamiento a la infancia. Y mire usted, amigo lector, que la infancia es como mi abrevadero particular, do voy a recoger los recuerdos para tratar de entender mi presente. Con todo, de mi remoto pasado (preguntas todo, que cómo fue) tengo una querubina fijación, que ya la quisiera haber tenido Miguel Ángel, el de la Sixtina, no el débil visual aquel que participó en La Academia y que cantaba en italiano (ahora entiendo: todos los Miguel Ángel —excepto el Mágalo Figueroa— tienen algo de clásicos y romanos).

Paso a explicar mi angélica obsesión.

Permítaseme retroceder el tiempo cerca de diez lustros: yo tendría entonces cinco años y en aquella casona que habitábamos en pleno bullicio infantil, a mi madre se le ocurrió colgar en el cuartón que mi padre había habilitado como dormitorio, un cromo en el cual un par de niños rubicundos cruzaban, risueños y estúpidos (como suelen ser los niños rubicundos), un infame puente de madera que malamente se sostenía, con sus vigas rotas y las astillas en busca de carnes en las que clavarse impunes, sobre el precipicio insondable.

Aquellos niños, cuya inocencia e ingenuidad en algunos lugares del sur de nuestro estado sería confundida con vil pendejez, parecían ir en plan de franca vagancia hacia rumbos que apenas aquel pintor para mí anónimo imaginó en su afán de quedar bien con la madre de todos los angelitos de la guarda, pues detrás de aquellos chamacos con alma de animalitos silvestres, flotaba con toda su presencia dorada, cual Paulina Rubio sin tanto brassier, un ángel de la guarda enorme, casi displicente en su divino encargo, y en posición de ampayer de quién sabe qué liga de la imprudencia.

Allá iban aquellos chamacos tal vez huyendo de sabrá dios qué perversidad oscura de mucho ojo y cuéntaselo a quien más confianza le tengas, con el angelote aquel llevándoles el conteo de los estráics y las bolas (acaso permitiéndose un breve, juguetón, seráfico albur), cruzando lentamente los días de mi infancia.

Yo, metido en la cama con las cobijas hasta la nariz, no alcanzaba a entender las razones que habrían tenido aquel par de chamacos babosos que arriesgaban su vida a cada momento sin terminar nunca de cruzar ese puente tercermundista que tampoco terminaba nunca de caerse.

Ahí estaba yo, con los ojos abiertos abiertos en medio de la noche, mirando a aquel par de chamacos pendejos que me tenían con el alma en un hilo mientras mis hermanos babeaban felices la almohada soñando tal vez que eran reyes o que en el mar, en una barca, iban a remar; en tanto me dejaban al garete con mi soledad nocturna salpicada de ángeles de la guarda y mocosos vagos.

Y mientras más me enojaba con aquel par de plebes mensos, me fue naciendo un odio con carácter de irrevocable contra el faldilludo y alado individuo que en lugar conducir a los niños por caminos menos arriesgados, les permitió llegar al punto en que mi infancia tuvo que cubrirse cada noche con las cobijas de la incertidumbre y el desasosiego.

Así se quedó parte de mi vida colgando de aquel puente miserable, acompañando sin desearlo a un par de chamacos tontos que en tantas ocasiones fuimos mis hermanos y yo en puentes mucho más temerarios y en situaciones mucho menos divinas, con un angelón de la guarda que jamás se rajó, que hasta ahora sigue marcando los estráics y las bolas (aunque de más lejecitos por aquello de la leperada, la vagancia y órganos que inevitablemente crecen).

Y así, muchos años después, frente al pelotón de los recuerdos, el coronel Armando Zamora habría de revivir constantemente la remota noche en que su madre le puso un cromo que significó (sin saberlo él, sin intención de ella) su primer contacto no sólo con las artes visuales sino con los ángeles de la guarda y con el temor inacabable de sentir que la vida es un puente que cuelga sobre el precipicio de la realidad y que no se cae hasta que se cae.

De alguna manera, en muchos aspectos, en mi vida los ángeles de la guarda han quedado atrás (y a una distancia prudente y pudenda), sobre todo al momento de tratar de establecer un acercamiento con lo que presumo que es la diversidad de opiniones y la libertad de pensamiento. Sobre todo con las opiniones y pensamientos que coinciden con el mío, para no batallar mucho: ustedes saben, la ley del menor esfuerzo, decían mis viejos maestros.

Con angelitos o sin ellos, todavía hay quienes se aferran a que la verdad es propiedad privada y que, además de ser única, total y verdadera, es toditita de ellos. Bien dicen los expertos: "Hay quienes nunca crecen, lo cual en sí no es malo; lo malo es creer que si uno no crece los demás tampoco deben crecer"; sí, porque no hay peor enano que el que no quiere crecer, ni peor Narciso que el que no quiere dejarse de ver en los diarios locales, para mal de la humanidad, pero sobre todo de muchos mexicanos en edad de votar.

Pero todavía los hay perversos: Hay quienes miden cerca de dos metros y siguen siendo unos enanos. Y, encima, tienen la soberbia de creer que pueden no gobernar al país, sino manipular a todo un pueblo con sus reclamos de inocencia mientras brota de sus ojos el veneno que siempre han exhibido. ¿Acaso sabrán que el ángel de la guarda de México se nos quedó dormido hace mucho? En fin.

“¿Y los ángeles?”, preguntarían aquellos tontitos del cromo de mi infancia, sacando la cabeza del cuadro como la solitaria del chiste. “Allá, en California, donde andan las A amadas de mi vida…”, habrá de contestarles el montón de noches que no me dejaron dormir y que tuve que bien manipular en asuntos nada divinos, por cierto, en medio de los gemidos del horror.

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