La temperatura del Sol, diez mil grados de calor, se abatió súbitamente sobre la población civil de Hiroshima, al sur del Japón.
La bomba atómica estalló a 600 metros del suelo.
La onda expansiva desató vientos de 1,200 kilómetros por hora y cien mil personas murieron inmediatamente, calcinadas, mientras los edificios volaban en pedazos como si fueran de papel, en un radio de varios kilómetros cuadrados.
Otros cientos de miles de personas quedaron horriblemente mutiladas y murieron más tarde en medio de un sufrimiento atroz.
Fue el 6 de agosto, a las 9.17.
Ese día y a esa hora, el experimento que se inició en 1942, cuando el físico italiano Erico Fermi logró controlar una reacción en cadena, y que luego el germano Robert Oppenheimer perfeccionó en los Estados Unidos, transformándolo en el instrumento de muerte más atroz inventado por el hombre.
El mundo cambió para siempre, y fue más inseguro y angustiante, porque había nacido la amenaza muy concreta de terminar con la humanidad entera en instantes.
Había nacido la era atómica, un miedo nuevo, apocalíptico y desaforado.
Aunque la rendición de Japón se firmó días después, cuando otra bomba devastadora aniquiló Nagasaki, la guerra ya había finalizado.
Muchos, incluso en los Estados Unidos, encontraron éticamente deleznable la decisión del presidente norteamericano Harry Truman de usar ese poder terrorífico.
Él aseguró que lo hizo "por razones humanitarias, para evitar más muertes en una guerra que ya tuvo demasiadas".
Muy pocos estuvieron de acuerdo.
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El avión se acercaba a la ciudad y nos restregamos los ojos en busca del punto de ataque.
Cuando estábamos a 16 Km. el teniente Tom Ferebee de pronto dijo: “OK, ya vi el puente…”
Luego señaló hacia adelante, donde el blanco pensado comenzaba a distinguirse.
El oficial Dutch Van Kirk, mirando por sobre sus hombros agregó: “No hay duda, es nuestro puente”.
Mis ojos estaban fijos en Hiroshima, que brillaba con las primeras luces del amanecer.
En los edificios y en las casas había gente, pero desde la altura en que volábamos era imposible distinguirlos.
Para los hombres que piloteamos aviones, los blancos son inanimados: edificios, puentes, puertos.
Exactamente 17 segundos después de las 9:14 de la mañana, sólo 60 segundos después de la hora planeada, Ferebee movió la perilla y encendió la radio, que comenzó a sonar en nuestros auriculares.
Un minuto antes del lanzamiento, la radio se interrumpió y escuchamos el sonido neumático de las puertas de la bóveda al abrirse.
Ahora empezaba a caer Little Boy.
Para mí, que tenía a cargo los controles del avión, los 43 segundos, desde el lanzamiento lanzamiento hasta la explosión, pasaron con rapidez.
Sin embargo, para otros en el avión ese tiempo se convirtió en una eternidad.
El teniente Morris Jeppson, uno de los ingenieros, contó los segundos mentalmente, pero con tanta ansiedad que pensó que la bomba había fallado.
Bob Caron, en la cola del avión, fue el único que presenció la explosión y la formación del hongo atómico.
Por un momento pensó que había quedado ciego.
Si bien Caron nos había descrito el hongo atómico, el resto de la tripulación no estaba preparada para la increíble visión que tuvimos cuando giramos para regresar y debimos cruzar la incendiada y desbastada ciudad.
Hiroshima, que tan claramente habíamos visto unos minutos antes iluminada por los primeros rayos del sol, era ahora una mancha.
Un sentimiento de horror nos invadió a todos.
“Mi Dios”, escribió Lewis como final de sus anotaciones de vuelo.
Mientras veíamos el horror allí abajo, todos entendimos que el mundo ya no sería igual.
“Creo que este es el final de la guerra”, le dije a Bob Lewis.
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(Testimonio del coronel Paul W. Tibbets, piloto de avión Enola Gay B-29, y responsable del bombardeo a Hiroshima).
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En el lugar donde cayó la bomba, allí donde había cadáveres y destrucción y tierra yerma, los japoneses construyeron la Plaza de la Paz y un museo que recuerda al mundo que el apocalipsis fue realidad.
Cada 6 de agosto recuerdan a las víctimas inocentes del horror.
Han pasado 64 años de aquel fatídico día de agosto, pero todavía hoy, cuando la destrucción y la muerte son una pesadilla lejana, aunque imborrable, algunos efectos perduran: la hierba y las flores no pueden crecer en la tierra de Hiroshima...
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