Trova y algo más...

martes, 18 de agosto de 2009

No me desampares ni de noche ni de día...

Yo tendría entonces cinco años y en aquella casona que habitábamos en pleno bullicio infantil, a mi madre se le ocurrió colgar en el cuartón que mi padre había habilitado como dormitorio, un cromo en el cual un par de niños rubicundos cruzaban, risueños y estúpidos, un infame puente de madera que malamente se sostenía, con sus vigas rotas y las astillas en busca de carnes en las que clavarse impunes, sobre el precipicio insondable.
Aquellos niños, cuya inocencia en algunos lugares de nuestro estado sería confundida con vil pendejez, parecían ir en plan de franca vagancia hacia rumbos que apenas aquel pintor para mí anónimo imaginó en su afán de quedar bien con la madre de todos los angelitos de la guarda, pues detrás de aquellos chamacos con alma de animalitos silvestres, flotaba con toda su presencia dorada, cual Paulina Rubio sin tanto brasier, un ángel de la guarda enorme, casi displicente en su divino encargo, y en posición de ampayer de quién sabe qué liga de la imprudencia.
Allá iban aquellos chamacos tal vez huyendo de sabrá dios qué perversidad oscura de mucho ojo y cuéntaselo a quien más confianza le tengas, con el angelote aquel llevándoles el conteo de los estráics y las bolas (acaso permitiéndose un breve, juguetón, seráfico albur), cruzando lentamente los días de mi infancia.
Yo, metido en la cama con las cobijas hasta la nariz, no alcanzaba a entender las razones que habrían tenido aquel par de chamacos babosos que arriesgaban su vida a cada momento sin terminar nunca de cruzar ese puente tercermundista que tampoco terminaba nunca de caerse.
Ahí estaba yo, con los ojos abiertos abiertos en medio de la noche, mirando a aquel par de chamacos pendejos que me tenían con el alma en un hilo mientras mis hermanos babeaban felices la almohada soñando tal vez que eran reyes o que en el mar, en una barca iban a remar; en tanto me dejaban al garete con mi soledad nocturna salpicada de ángeles de la guarda y mocosos vagos.
Y mientras más me enojaba con aquel par de plebes mensos, me fue naciendo un odio con carácter de irrevocable contra el faldilludo y alado individuo que en lugar conducir a los niños por caminos menos arriesgados, les permitió llegar al punto en que mi infancia tuvo que cubrirse cada noche con las cobijas de la incertidumbre y el desasosiego.
Así se quedó parte de mi vida colgando de aquel puente miserable, acompañando sin desearlo a un par de chamacos tontos que en tantas ocasiones fuimos mis hermanos y yo en puentes mucho más temerarios y en situaciones mucho menos divinas, con un angelón de la guarda que jamás se rajó, que hasta ahora sigue marcando los estráics y las bolas (aunque de más lejecitos por aquello de la leperada, la vagancia y órganos que inevitablemente crecen).
Y así, muchos años después, frente al pelotón de los recuerdos, el coronel Armando Zamora habría de revivir la remota noche en que su madre le puso un cromo que significó (sin saberlo él, sin intención de ella) su primer contacto con las artes visuales.
De alguna manera, en muchos aspectos, en mi vida los ángeles de la guarda han quedado atrás (y a una distancia prudente y pudenda), sobre todo al momento de establecer un acercamiento con el arte, o lo que presumo que es arte...

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