Acostumbrados como estamos a permanecer siempre al final de la fila, la mayoría de los mexicanos somos una especie de carne para la ajenitud, el soporte necesario para mantener los cuadros que los demás nos imponen en un mundo y una realidad que se deshila en sus trescientas guerras diarias.
Nos hemos acostumbrado a vivir bajo la metralla mediática de las batallas cotidianas que libran los grandes consorcios de la diversión e información electrónica, en las cuales nuestra voz tiene tan poco peso que acaso sea sólo un rumor perdido en las sombras de lo inmediato.
Nada nos identifica ante los monstruos de la comunicación (radio, prensa escrita, televisión) salvo ese anonimato mediocre que de cuando en cuando es utilizado para justificar los ratings prefabricados para sumar puntos al final del día.
Así, esa masa amorfa que somos la medianía de la sociedad mexicana, ha llegado a adquirir cierta importancia en los ciclos que cada domingo se abren y cierran como tenazas de un cangrejo que nos lleva con él a la cueva de lo inaudito: los reallity shows de aspirantes a artistas que, en su pequeñez moral y artística, y su escasa dignidad, han aceptado que las cámaras de televisión los sigan las 24 horas del día y penetren hasta ciertos momentos de intimidad que las leyes de la ética personal, subjetiva quizá, pero universal, obliga a gozarlos a solas en su momento y en su lugar.
Entre drama y comedia aquellos chicos son obligados a encararse como si enemigos, o a inventarse un romance para mantener la expectación de un público ávido de revivir el cuento de la Cenicienta una y otra vez.
Encima, explotar la regionalidad asegura una buena cantidad de votos para que el favorito se mantenga una semana más. Y es ahí, en la mecánica comercial de los votos, donde los individuos invisibles que somos tomamos corporeidad al menos para levantar el auricular, marcar un número de larga distancia y emitir nuestro voto a favor de alguien que alimenta nuestra ajenidad a solas.
Si hemos de inclinarnos hacia algún lado, es preferible asomarse al breve pero no menos hermoso texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción, y —de cambio— no expropian las cuevas de Alí Baba. Pero quizás desencadenen la alegría del hacer y la traduzcan en actos. Y, al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable”, para ofrecer nuestro mínimo esfuerzo y hacer de nuestro medio un lugar más habitable.
Sí: sin tanto rollo, pues...