Como cientos de miles de sonorenses que cada día se levantan a poner su granito de arena para seguir construyendo el tejido social de este estado que nos heredaron acaso para siempre nuestros ancestros, yo también espero de la vida la fortaleza moral y la ética necesaria para seguir sosteniendo codo a codo, junto a todos, la dignidad de ese cuerpo común que somos eso invisible pero igualmente palpable en las calles y en los parques y en las iglesias, y que los teóricos han denominado sociedad.
Como la mayoría de los padres de familia sonorenses, a mí también me preocupa el futuro inmediato de nuestros niños y jóvenes, que buscan un lugar en el mundo para dejar su propia huella en la vida.
Ellos, nuestros hijos menores, esas pequeñas esperanzas que requieren un ambiente seguro para su desarrollo primario, elemental, básico, piden sin voces ni reclamos un espacio sin violencia, sin influencias negativas y sin la carga oscura de la incertidumbre.
Y nuestros adolescentes y jóvenes nos reclaman la libertad necesaria para mirarse hacia adentro y encontrar en sí mismos el individuo que mañana nos dirá adiós sin irse de nuestras almas: ellos necesitan un entorno laboral que les brinde la oportunidad de desarrollo profesional para ser uno en todos, la suma de las esperanzas.
Como esa amplia franja de ciudadanos sonorenses entre los 35 y 50 años de edad, que van y vienen por las calles de los días arrastrando casi ese enorme potencial que los estudios académicos y la experiencia de vida les ha brindado, yo también busco las respuestas a todas las preguntas que la cotidianidad nos plantea con dureza y que nos siembran la angustia al no saber si mañana estaremos aquí todavía, si seguiremos siendo la mano firme que sostiene los pasos de los niños y los sueños de los jóvenes, si nuestro esfuerzo cotidiano será valorado en el futuro inmediato, ese que inevitablemente nos irá arrancando del cuerpo las fuerzas físicas y la lucidez mental y la habilidad para destrabar las múltiples trampas que la perversidad de los años nos van poniendo sin misericordia.
Al igual que decenas de miles de sonorenses, yo también soy apartidista: ni estoy afiliado ni simpatizo con partido alguno, pero no soy apolítico: en el actual proceso electoral en el que todavía estamos inmersos, también yo —como muchos de ustedes— opiné y sigo opinando con mi familia, mis amigos y mis compañeros de trabajo sobre las posibilidades que tuvieron los diversos candidatos a puestos de elección, charlamos sobre sus propuestas y sobre las tendencias que mostraron en su momento las encuestas verdaderas: las humanas, las cotidianas, las que tienen nombre y apellido, las nuestras, ésas minúsculas, íntimas y particulares que nos guiaron hacia las urnas ese día, equivocados o no, convencidos o no, con inteligencia o con pasión, para escoger a quienes creemos que tendrían que ser nuestros representantes en las diversas instancias de gobierno.
No olvidemos que el nosotros se construye desde el solitario yo, que el todos inicia desde un yo único. Y cuando ese yo, el individuo que todos somos frente al espejo de la cotidianidad, es tomado en cuenta, las esperanzas se multiplican por sí mismas hasta el infinito porque ya hay un motivo generador que impulsa los deseos por dejar nuestra huella en la arena interminable del tiempo.
Si ha sido así, si usted es un apartidista que se contagió con el esfuerzo y dinamismo de las campañas; si fue a votar no sólo por el presente de nuestro estado, también por su futuro inmediato y por la esperanza de una vida digna para todos en un Sonora cuya historia deje la soberbia, la impunidad, la corrupción y el tráfico de influencias de lado, de seguro que también se estará preguntando ¿hasta cuándo seguirán echándose la bolita quienes deben darle argumentos a la razón por sobre la soberbia y el deseo de perpetuarse en el poder...?
¿Hasta cuándo y hasta dónde...?