Trova y algo más...

jueves, 13 de agosto de 2009

¿Fomento a la lectura…? Mmm…

(Írala: y de sonsa no la bajan...)
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Las cifras con digamos que perturbadoras: los cálculos más optimistas señalan que en México leemos un promedio de 2.8 libros al año. Sin embargo, los expertos manifiestan que en realidad, sólo alcanzamos una media de 1.5 libros anuales, lo que está muy lejos del promedio de 20 libros que se alcanzan en los países de Europa, y de los 45 a 50 libros que leen las personas llamadas “cultas”.
Esto no es gratuito: nuestra falta de amor por la lectura tiene un buen sustento histórico que se mezcla, dicho esto con todo respeto, con la miopía que la Iglesia Católica ha manejado siempre los asuntos culturales y las luces de la inteligencia.
Si dejásemos el prurito teológico de lado, podremos entonces observar con claridad que en los inicios de la colonización de nuestro pueblo, se impuso una lengua y una cultura nuevas que tardó en llamar suyas, porque además a los indíogenas se le ponían restricciones de todo tipo.
Un simple vistazo a nuestra historia patria nos pondrá al descubierto el hecho de que Juan Cromberger, célebre impresor de Sevilla, envió a México una imprenta con todos los útiles necesarios para su empleo a instancias del virrey Antonio de Mendoza y del obispo Fray Juan de Zumárraga.
La imprenta, contrario a lo que podría pensarse, se introdujo en Nueva España como un instrumento necesario para la dominación, domesticación y conversión de los indios.
Ahí está, también, el decreto real del 4 de abril de 1531, dirigido a la Casa de Contratación que en Sevilla disponía todo tráfico de comercio con las entonces llamadas Indias, desde personas hasta pensamientos.
El decreto de marras prohibía estrictamente el embarque al nuevo mundo de “libros de romance, de historias vanas y de profanidad como son el Amadís y otros desta calidad, salvo tocante a la religión cristiana e de virtud”.
En España se creía que estas lecturas perjudicarían a los indios y favorecerían, entre otros defectos, el ocio de las nuevas generaciones. La prohibición fue repetida en decretos de 1543 y 1575, y en instrucciones específicas para las autoridades novohispanas en 1680.
El libro Capítulos olvidados de México menciona como relevante el caso de Melchor Pérez de Soto, insaciable lector, quien reunió un acervo de 1663 volúmenes de temas diversos, muchos de ellos prohibidos.
Su biblioteca contenía textos religiosos heterodoxos como los de Fray Luis de León, Fray Luis de Granada y Santa Teresa de Ávila.
Otra parte estaba dedicada a historia, filosofía, arquitectura, escultura, música, medicina, matemáticas, navegación, astrología y otras materias.
De astronomía poseía los novedosos libros de Kepler y Copérnico, que la ortodoxia católica todavía no aceptaba.
La quinta parte de sus libros era de literatura: narraciones en prosa, novelas cortas y cuentos.
Tenía, por supuesto, la crema y nata de las novelas de caballería: Amadís de Gaula, Don Florisel de Nicea, Palmerín de Inglaterra y otros muchos.
Don Melchor era aficionado a las fantásticas aventuras de los caballeros medievales, por ello no tenía Don Quijote de la Mancha, pues Cervantes se burlaba de tales lecturas y lectores.
La novela pastoril, que ahora podría parecer cursi y monótona, era otra debilidad de Pérez de Soto: tenía ediciones rarísimas como La Arcadia, de Sannazaro; El pastor Fido, de Guarini, y La Diana, de Jorge Montemayor, primer autor de este género en español.
También estaban en su biblioteca La Ilíada, de Homero; La Eneida, de Virgilio; La Divina Comedia, de Dante; las Luisiadas, de Camoens; el Orlando Furioso, de Ariosto, El que se raje es puto, de Armando Zamora, y una enorme gama de poetas europeos de siglos anteriores.
Lo relevante del caso era que Melchor Pérez de Soto ni era un erudito novohispano ni un rico peninsular, como podría pensarse, ya que los libros en 1630 eran un lujo, ni un clérigo letrado que se atrevía a incursionar en temas tan escabrosos y con dominio de las diferentes lenguas en las que estaban escritas las obras, sino que era un humilde albañil que jamás alcanzó una educación formal.
Tal era la curiosidad de Pérez de Soto que incursionó en la lectura de libros de magia y adivinación, por lo cual la Inquisición lo condenó, pues lo encontró culpable de poseer libros prohibidos, hacer vaticinios y usar sortilegios para encontrar el paradero de cosas robadas.
¿En qué termina la historia de Melchor Pérez de Soto?
Fue condenado a muerte por la Inquisición a los 49 años, y la causa principal de su ejecución fue el hecho de “leer”...
Sí: leer...
Y con este antecedente, no es casualidad que los mexicanos tengamos una cierta repulsión hacia la lectura: ahí están los bajísimos promedios nacionales, nada sorprendente para un país que tuvo un presidente que ciertamente ya leyó las obras completas de “José Luis Boryes”, y su ministra de Cultura no sabía cuál es la diferencia entre novela y cuento.
Pero, aun con todo eso, en verdad que resulta temerario que los funcionarios de los órganos colegiados de cultura sostengan sistemáticamente que los jóvenes “no leen”.
Justamente ahora que los chicos de 15 a 18 años navegan libremente por la Internet, con la imperiosa necesidad de leer lo que aparece en los monitores.
Acaso en lugar de hablar de “ausencia de lectura” tendríamos que definir parámetros de “calidad de lectura”.
Pero no basta con que los muchachos tomen La Ilíada, y la lean para que los burócratas de la cultura se arrellanen satisfechos en los mullidos sillones de sus amplias oficinas como si ya hubieran hecho su tarea sexenal.
No.
Recordemos que la lectura es sólo una herramienta más para alcanzar niveles culturales.
No es el hecho de convertirse en personas cultas con sólo leer la Ilíada: esa es una falacia que ni los propios funcionarios la creen (a como están las críticas de los municipios, lo peor es que tal vez sí la crean).
Porque al fin de cuentas, la lectura nos proporciona una manera más de interpretar la realidad, y nos provee, aunque no necesariamente, herramientas para poner en práctica el libre albedrío, en este país donde el libre albedrío es sólo una línea de discurso.
En fin...
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