Dice mi madre, bohemios, que yo siempre he sido muy ingenioso e ocurrente. Desde niño.
“Muy ocurrente, sí, pero también muy lento”, dijo mientras le daba la tercera vuelta a la taza de café con la cucharita. “Me extraña —señaló con esa inocencia que tienen las mamás cuando le ensartan a uno una verdad entre pecho y espalda—, ya ves que naciste muy temprano en la mañana y siempre andas llegando tarde a todo”.
Yo nomás respondí con ese lenguaje científico que me caracteriza, como tal vez Alberto Einstein le contestara algo similar a su progenitora: “Mjú”, y luego volví la vista a las páginas del periódico para leer cómo estaba el asunto ése de que los hermosillenses siempre no rompieron el récord Guinnes con la mega parrillada de aquel 20 de noviembre... Y tánto que lo publicitaron, hombre.
¡Caramba y samba la cosa, que viva la carne asada!
Bueno. Reconozco, Señor, que soy culpable —dice la canción que cantaba Javier Solís y creo que Alberto Vázquez, cada quien por su rumbo, se entiende—, y sé que la lentitud me caracteriza.
Tal vez sea que sufro el mismo síndrome de Renato Leduc, quien decía siempre: “A mí pídanme las cosas de un día para otro porque el mismo día soy muy pendejo”.
O como mencionara la otra noche un buen amigo que tengo en el área jurídica de una dependencia de gobierno: “Yo soy muy zuato, pero tengo un subconciente bien fregón”.
Eso ha de ser. (No diré el nombre de mi amigo, sólo pondré aquí sus iniciales: J de José, L de Luis y E de Estrada. Omitiré mencionar que la C corresponde a Castillo para proteger su vida privada, como dicen en Selecciones del Reader's Digest). ¡Palo!
¿Será que yo también soy medio pendejón, pero mi subconciente es bien machín? Sabe.
(Con razón me dijo el otro día mi amá: "Ay, Armando, cada día te pareces más a Felipe Calderón". Le juro, oiga, que entonces no le entendí. Yo creí que era por la frente amplia y los lentes de burócrata soñador y mal pagado que ambos usamos, pero no, qué va, doña Olga se refería a esa falta de lucidez que se requiere para salir avante de los momentos momentáneos, como decía Cantinflas, y no dejar la brillantez para el día siguiente, como lo hacemos el FeliPillo y myself. O sea, ya lo dijo Leduc...).
En fin, lo que Jaime Sabines decía en hermosas y poéticas palabras (Lento, amargo animal que soy, que he sido, amargo desde el nudo de polvo y agua y viento que en la primera generación del hombre pedía a Dios), yo lo vivo con una cotidianeidad que raya en lo ramplón porque soy ese lento animal que va por los días arrastrando su ingenio y ocurrencia para que mañana destelle como luz de bengala, cuando ya no se requiera, por cierto.
Soy tan lento, les digo, que se me empezó a caer el cabello en la década de mis treinta, mientras mi hermano menor empezó casi diez años antes con el viril deporte de quedarse pelón. Recuerdo que el día que me di cuenta de que se me estaba cayendo el cabello, hacía un frío espantoso que quemaba por dentro, algo así como buche de bacanora, pero untado por todos lados: era el último día de diciembre de 1982...
Y como esa historia ya se las conté, pues nos vemos en el espejo, guys and gays... no lleguen tarde, ese es el privilegio que me corresponde por ser tan lento, je...
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