Y de aquí precisamente parte toda la discusión que de alguna manera se ha puesto de moda en las páginas de este mismo diario: “¿Y usted es amigo de sus hijos?”, han preguntado al aire algunos colaboradores, y sin esperar nuestra respuesta ni la de los muchachos, se sueltan con teorías que se basan en textos extranjeramente anónimos que hablan de la responsabilidad vertical de los padres y de la obediencia sin límite de los hijos, acaso justificando las escasas palabras que le dirigen a los chicos o los abrazos vacíos que se llevan a la cama todos los días o los besos que por vergüenza no le han dado a aquellos juveniles seres.
2. Los terapeutas de columnas periodísticas no nos plantean las ecuaciones familiares que la realidad impone, aquellas que guardan características tan particulares que difícilmente se repiten en otras familias, y que por eso mismo resulta difícil poner en práctica la misma receta para cada situación; sin embargo, pese a ello, se sueltan dando el consejo universal de “escuchar y contar hasta diez” a atribulados padres cuyos hijos adolescentes han decidido que es hora de tomarse una cerveza o irse de paseo sin consultar siquiera o responder de manera altisonante a las observaciones mínimas de aquellos que les lavan la ropa y preparan sus alimentos y disponen una cierta cantidad de dinero para seguir manteniendo la fantasía de la felicidad.
Y justo en ese momento es cuando aparece en el escenario el odio del amor.
3. Si hacemos un poco de memoria, quienes hoy somos los padres y hace cuarenta años fuimos los hijos adolescentes que hoy son nuestros vástagos, recordaremos que en ciertos momentos de la vida llegamos a odiar a nuestros padres con toda aquella imberbe rebeldía.
Tal vez porque no llegamos a entendernos al momento de escuchar música o acaso por nuestro lenguaje deslenguado o quizá por el choque natural de las ideas.
Fue inevitable odiar a nuestros padres con todo el amor de hijos en la búsqueda constante de los faros de la vida que nos indicaran los rumbos de la esperanza.
Y hoy, quienes tenemos la fortuna de ver y hablar y sentir cerca a aquellas personas que entonces odiamos con amor, nos preguntamos en silencio ¿cómo es que fue posible haber sentido coraje por sus palabras, por sus ideas, por sus ausencias o por su demasiada protección?
No lo entendemos, y mejor callamos y dejamos que pasen el tiempo y el silencio.
4. Pero también dejamos que pase el tiempo y el silencio cuando hoy, que la maquinaria del tiempo nos ha llevado a edades que nos permiten tener hijos adolescentes, nos damos cuenta con espanto que los padres también llegamos a odiar a los hijos en el amor abrasador con el que los hemos visto crecer día tras día en la angustia del futuro incierto.
Y en ese justo momento nos percatamos que el odio y el amor son recíprocos en los ojos que vemos con reproche por mil razones que, como hace cuarenta años, no entendemos para nada.
--
-