No se vale andar haciendo pactos de civilidad cuando la nostalgia anda por ahí dando vueltas en los vericuetos de la memoria en un chevroletón semi destartalado, tomando las primeras cervezas de la noche, cachondeando con la morrita más jaladora del barrio, quemando mota en los oscuros rincones furtivos e imaginando las rolas aquellas del Ten Years After o las maniacadas alucinantes del Frank Zappa o al chueco del Joe Cocker que años después nos haría relajarnos en la fiebre de los últimos espasmos del “You are so beautiful tooooooo meeeeeee...
Más vale hacer de tripas el taco y de carne asada corazón, huir lejos del postelectoral rüido, al rinconcito más íntimo de la casa, ahí donde le tienes prohibido entrar a los niños, imaginarse en la ya burlona calvicie las greñas siempre despeinadas de los tiempos de la prepa, desempolvar el viejo acetato (¿cuál disco compacto?) del Grand Funk, ponerlo en la charola de la consola, arrellanarse en el piso, sin más ni más, y deshojar la melancolía en las páginas de, por ejemplo, Los espejos están secos, del buen difunto y eternamente amigo, Marco Antonio Salazar Siqueiros, nogalense, para orgullo de la perrada obtusa del ayer.
Si mal no recuerdo, con Los espejos están secos, Marco Antonio nos agarró con la guardia de la memoria baja, conectó a placer golpes —incluso bajos, dignos de las mejores peleas del JC Chávez—, nos sacudió gachamente trayéndonos la década de los sesentas y gran parte de los setentas con toda su carga de música, de cotorreos; con todo ese peso específico y significado enorme que era ser propietario de unos tenis Converse, porque los Superfaro nomás duraban una cascareada, y aparte eran mexicanos… ¡Chale!
Aquellos textos que dan vida (y gloria eterna) a Los espejos están secos nos remiten a los redondos anteojos, la voz ríspida pero educada y las formas de mujer blanca y sensual de la Janis Joplin, o a la loquera de la mejor guitarra del mundo de su época del Jimmy Hendrix, o a las masturbaciones en público y al sexo oral con el micrófono del Jim Morrison, llevando de la mano a The Doors (reloaded) hasta este presente de todas las ausencias importantes en todo, donde ya no cabe más vacío, donde ya no están los paseos por la Serdán ni por el bulevar, ni los pósters del Ché Guevara, ni el Chevy guinda, y sólo queda el asqueroso viento de los días que nos traen las voces fantasmas de un pasado circular que tercamente da vuelta sobre sí mismo y regresa cada vez con más fuerza a arrollarnos con su nostalgia por todo aquello que fue, que se fue, que nunca —por más años que logres, que logre yo, que logre él vivir— ha de volver...
Los espejos… es una obra para sacar a flote el tiempo ido, deshilarlo al sol tímido de los cuarenta grados (¿gaylussac?), rescatar al Jethro, al Clapton, al Zeppelin, a los fugaces (Terry Jacks, Four Seasons y un innumerable etcétera), enamorarse de nuevo de los Apson por sobre toda su legión de —malos— imitadores, empaparse del espíritu de Tlatelolco (ahora que está de moda de nuevo, de nuevo, de nuevo…) y de la Olimpiada y del Mundial del 70 y de las competencias hermosillenses de caminata por todo el Periférico aquellos primeros de mayo, que invariablemente ganaba el “Dumbo” Ayala o el “Tepupa” Muñoz, y donde siempre compitió “El carnicero” Rodríguez, o desempolvar en la memoria las noches aquellas de softbol municipal de primera fuerza que transmitía por la radio Carlos “Curvón-de-a-metro” Vásquez Castro, o aquellos pantalones campana con zapatos de charol de doble tacón y las sodas con hielo en Los Patitos...
Tiempo aquel donde el amor era un fugaz estancamiento y la amistad era el valor que prevalecía más allá de los sexos, la música era el meollo de todas las situaciones y los jefes, los rucos, los viejos, eran sólo los proveedores, los portadores de la consigna “ya córtate esas greñitas, pareces vieja”, los que están ahí ahora, leyendo en la mecedora a la sombrita del yucateco, guardias involuntarios de la tropa de nietos, y los que —al igual que Los espejos…— nos recuerdan inconscientemente que el tiempo ha pasado tan rápido que de repente el ahora ya es el ayer, y que los días (“esos fueron los días”) de entonces son ya solamente el fiel reflejo de los años morros (sesentas) y macizos (setentas), que para quienes navegamos en los depresivos cincuentas siguen siendo los años de “la fe y el rebane”... ¿O no?
Porque uno, al mirar los álbumes de entonces, no podrá ocultar la lágrima y el aleteo furibundo de mariposas en el bajo vientre, y para sí mismo se preguntará: “¿Cuántos batos que aparecen en las fotos ya no existen…?”
No más la greña peinadita, el incipiente bigote, los mezclillas tiesos y las tehuas rotas. Muy serios y muy formales, como correspondía a una foto de anuario. Unos mirando hacia la cámara y otros hacia arriba, distraídamente con las manos en las bolsas de los pantalones.
Podría decirse que hasta desafiantes, con toda la fuerza de los dieciséis y diecisiete, bien apoyados en el desenfado de los gruesos, de los ídolos. Ahora que los miro, camaradas, me doy cuenta de que faltan, y me faltan porque son parte de lo que soy, de lo que pretendo ser. Neta, todo era una broma, la loquera no era en serio...
Y, como entonces, socio, carnal, compa, bróder, no te quedes abajo, no te aplatanes, al fin que la Imelda, la Natalia, la Lorena, la Nora, la Asunción y todas aquellas que te robaron el sueño y algunos domingos ya se han de haber casado, tendrán hijos y —muy seguramente— estarán gordas e irreconocibles, no como uno, que está igualito, ja!, nomás que embarnecido y con mucho menos de cabello, pero tú sabes: Eso es natural...
Mejor aférrate a los viejos recuerdos: Ahí te vas a reencontrar con el muchacho desmadroso que fuiste (y que te gustaría —nos gustaría— volver a ser), aparte que de veras te van a alivianar de estos enajenantes momentos de política anodina que nos están obligando a vivir los diarios y uno que otro despistado una vez más... como si cada seis años fuera hoy...
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