Trova y algo más...

domingo, 16 de agosto de 2009

La senda está trazada...

Me imagino que ya los he de tener hasta la mátrix con las historias de aquel viejo barrio de mi niñez, allá en Navojoa, donde pasé mis más tiernos e ingenuos años de la infancia. Aquel barrio cercado por el fluir silvestre del tiempo en una especie de nube fantasiosa que nos hacía ver las cosas con una mezcla de espanto y maravilla: la televisión, los autos último modelo, los tenis Converse y los no menos recordados Superfaro, la música de los Hermanos Carreón y demás asuntos estrafalarios que hacían que nuestros padres se persignaran por el riesgo siempre presente de caer en pecado mortal, ése que no tiene salvación alguna ni siquiera arrepintiéndose mil veces, como dicen que se arrepintió Mejía Barón cuando no metió a Hugo en aquel mundial.

Pero qué le va uno a hacer, si es lo que traigo metido en mis recuerdos. Es más, aunque yo soy nativo de Hermosillo, bien podría aspirar a la alcaldía de Navojoa... pero sabe qué me da con eso de la Sub 17 y fauna que le acompaña...

Pues en aquel viejo barrio, les decía, éramos todos tan ingenuos que nada parecía estar mal. Y en realidad así era, porque lo que estaba mal de inmediato lo arreglaban nuestras madres en una asamblea extraordinaria que se citaba rápidamente en la tienda de Doña Céntola, donde llegaba raudo y veloz el Padre Chayito, a quien apodábamos el Cara’e Caimán por su fiereza y fealdad indescriptibles, y en una suerte de alianza mamás-Iglesia tomaban cartas en el asunto para rescatarnos de los peligros que entrañaba ir a tomar nieve de chorro a la Plaza Cinco de Mayo, o al matinée del Cine Río Mayo (donde veíamos las películas de aquel exótico personaje llamado “El látigo negro”: ‘Buenas noches, caballeros...’ y a soltar riatazos como si fuera agente de la AFI en Atenco), o escuchar la novela de Porfirio Cadena, “El ojo de Vidrio”, con La Tacha y La Coralillo (y en el papel del Caballo, el propio Caballo), en el viejo radio de bulbos Majestic que en algún rincón del pasado se quedó olvidado...

En ese viejo barrio vivían los Galindo y los Gas Arana, también los García y los Zamora, los Gálvez y los Godínez, los Sánchez y los Ornelas, y en una casa con un pasillo largo lleno de pájaros y flores multicolores, vivían los Parra, a cuyo hijo mayor, José Alfredo, le decíamos “El Butico” porque parecía que trabajaba en una boutique. Y es que el muchacho tenía un gusto extraño por los colores y las formas, además de que era un excelente diseñador de interiores, según decían nuestras hermanas mayores cuando se ponían platicar sobre asuntos que ellas nomás sabían y que tenían que ver con longitudes y profundidades, asuntos que les hacían soltar una risita como de hienas en celo. A la mejor por eso les decíamos “Las hienas en celo”. A la mejor...

El Butico era un muchacho largo y delgado, con un andar de bailarín de flamenco que a nosotros se nos hacía muy raro. Tenía un lunar enorme en el rostro como el que tiene la Tigresa y una muchacha gordita que la semana pasada quedó como princesa en el baile Blanco y Negro, y que después supimos que se lo pintaba (El Butico... y la Tigresa también. La muchacha gordita no sé).

Tenía una apariencia tan frágil que parecía que cualquier viento más o menos fuerte lo iba a quebrar. Siempre andaba con pantalones de terlenka demasiado entallados, lo que le hacía lucir su figura de Nureyev navojoense que traía locos a más de cuatro chóferes de camiones urbanos, incluyendo al “Pingüino” Rosales, que cuando pasaba por enfrente de la casa del Butico en su destartalado camión ruta Navojoa-San Ignacio, le bajaba el volumen al radio, que es cosa antigua entre el transpore urbano, se echaba unos escupitajos asquerosos en las manos, se alisaba el copete para parecerse a Mauricio Garcés (“Lo traigo muerto”, decía el Pingüino cuando el Butico lo saludaba desde la sala. Después se miraba en el espejo restrovisor de la unidad y decía con voz aguardentosa: “¡Arroz!”) y le enviaba su colesteroso corazón en un estridente claxonazo. En fin, como dice la canción: Son cosas del amor, que te vaya bien, que te vaya mal…

Con el tiempo y las lecturas que la profesora Blanca nos endilgara, supimos que el Butico era la viva imagen de Pietro Crespi, el italiano aquel que se enamoró de Amaranta y quien ante el despecho de aquella descendiente putativa de los Buendía, un dos de noviembre, día de todos los muertos, con los relojes trabados en una hora interminable, en medio de la página 120 de Cien años de Soledad, decidió cortarse las venas y meter las manos en una palangana de benjuí.

Sí, el mismo Pietro Crespi al que, como al joven Arcadio, le dijeran en la página 71 que tenía nalgas de mujer, y el mismo a quien José Arcadio Buendía, en la 69, simplemente definió con las peregrinas palabras pronunciadas a Úrsula: “No tienes porqué preocuparte tanto, mujer, este hombre es marica” (Ya me lo imagino en un debate imaginario con otros personajes de la novela: “Me ha dicho mariquita, me ha dicho mandilón, me ha dicho poco hombre: este botudo es una verdadera chachalaca”). Páginas después llegó la guerra a Macondo como si fuera balacera en el estacionamiento de cualquier tienda de autoservicio en el estado... Qué cosas, ¿no? Bueno, el caso es que nosotros veíamos que el Butico salía todas las tardes hacia rumbos indefinidos y que con el tiempo fue adquiriendo un mejor estatus entre la gente de aquel barrio pobre pero honrado (y guadalupano hasta la madona, of cors): Usaba la ropa más cara y el calzado más náis que las hermanas mayores de los Galindo, que no era poca cosa. Hasta un carro Rambler se compró, tal vez para acudir con presteza a donde tenía que ir con presteza.

Y los ingenuotes que fuimos nunca supimos cuál fue la buena estrella del Butico, a quien después de algunos años ya nunca más volvimos a ver, sabe por qué, lo que provocó una terrible depresión en los choferes de la ruta Navojoa-San Ignacio, que incluso obligó a muchos de ellos a cambiar su profesión y dedicarse por fin a la medicina y a la agronomía. Y es que algunas depresiones son malditas. Ya ven al Sub Comandante Marcos: después de que la raza dio por terminada la temporada revolucionaria en Chiapas, al encapuchado le dio por sacar su verdadera vocación: ser una estrella más del canal de las estrellas. Si les digo, ¿no?

El caso es que qué bueno que en esta ciudad (la ciudad capital del Noroeste, la ciudad del sol, la ciudad cuna de Erubiel Durazo) tengamos el periódico aquel de mayor circulación, porque por fin sé, después de leer un cíclico y detallado reportaje sobre la prostitución en Hermosillo (aunque en su doble moral sólo alcance a poner que el gobernador le dijo a los maestros aquel 15 de mayo: “Chin... a su mad... ¡pero hablan de furcias, barraganas y casquivanas con una soltura que da miedo!), a qué se dedicaba el Butico...

Y cómo no se iba a hacer rico aquel muchacho, si en una noche cualquiera de aquellas de hace casi 40 años ganaba el equivalente a tres mil pesos de hoy, mientras que el salario mínimo es de apenas cuarenta y tantos pesos.

Qué bueno que el diario ése tuvo la desfachatez de mencionar los salarios de los sexoservidores y de las chicas que cada noche se deshilan en las barras de los téiboldans para que los jóvenes que egresan de las universidades y no consiguen trabajo, o las preparatorianas que necesitan dinero para ir al billar, sepan a dónde dirigir sus pasos: Hacia la prostitución callejera...

Total, el periódico ése ya les trazó el camino con pelos, señales, esquinas y antros. Los dueños de dichos locales deben estar muy agradecidos con el editor. Mjú.

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