Trova y algo más...

viernes, 28 de agosto de 2009

Entre ciegos, mentiras y lo demás...

Dice el refrán popular que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Pues tendrá razón la conseja, y también la popular, porque definitivamente vivimos en una era en que lo que nos rodea es prácticamente virtual, no existe, es apariencia pura. Y esto lo podemos constatar en todos los campos que pisamos en el transcurso de los días, en primavera y en otoño, por la mañana y por la noche, por arriba y por abajo.
Los ciegos que no queremos ver abundamos (¿me cuento... no me cuento... me cuento... no me cuento... me cuento?), somos mayoría en la vida y en las instituciones de la fantasía, y preferimos seguir engañándonos, haciendo como que hacemos grandes cosas cuando en verdad fraudeamos a quienes nos rodean (no se avergüence, estimado lector, aquí le hago un campito junto a nosotros, faltaba más) e indignándonos cuando nos señalan con el fúrico índice de la verdad: nos desgarramos las vestiduras no porque nos digan la verdad sino porque creemos que nadie está facultado para ventanearnos ante los demás.
Sí: no hay peor ciego que el que no quiere ver que los demás nos dedicamos a enhebrar nuestros caprichos personales, que los disfrazamos de “trabajo”, que utilizamos recursos ajenos para lograr nuestras metas individuales y que nos vale un sorbete lo que esperan los demás de nosotros, que siempre estamos tan atentos a lo nuestro, que sólo importan nuestros dolores (que son los más intensos que existen porque son los que nos duelen) y los ponemos por encima de los ajenos (aunque sepamos que sus dolores son insoportables). Pero no se vaya con la dolorosa finta, lector amigo, que aquí el dolor es sólo una metáfora de la soberbia, que quede claro.
Somos parte fundamental de la ficción general: nos movemos por la inercia fastuosa del universo, pero al tirar la raya y bajar el cero, podemos darnos cuenta que realmente nos hacemos hacia donde se inclina el horizonte: no más y no menos.
Y encima exigimos premios, reconocimientos, diplomas que hablen bien de nosotros y de esos garabatos que vamos dejando por la vida sin sentido porque nuestra visión y transcurso por los días es tan mediocre que al dar el siguiente paso ya se ha olvidado el paso anterior, que dimos apenas unos segundos antes.
La mayoría, en nuestras respectivas áreas, somos el icono de la mentira. Y si no quieren verlo así, es que quienes pueden modificar esquemas prefieren seguir siendo ciegos, los peores ciegos.
Porque es difícil no percatarse que la inmovilidad se ha apoderado de nuestras acciones, que nos hemos anquilosado en un médano de podredumbre, en un círculo vicioso que termina enfermándonos, asqueándonos por lo que a diario vemos, tocamos, olemos en medio de la ficción más pobre que el espejo puede reflejarnos: nosotros mismos envueltos para regalo todos los días en una oficina fragante y limpia, o en un cuchitril polvoriento resuelto en el rezago institucional de programas inexistentes.
Y para colmo, somos tan ciegos como para creer que un título nos salva de la mediocridad, que nos hace mejores, que nos convierte en personas reales, en personajes de historias maravillosas, en protagonistas de la excelencia, pero en el fondo no dejamos de ser un jirón de la fantasía nebulosa que queremos transmitirle a los demás con todas nuestras ganas, con todos los recursos de la mentira, con imágenes coloridas salpicadas de actos huecos, inútiles, pasajeros, que convierten los actos de la cotidianidad en una farsa de sonrisas forzadas y saludos cuyas sombras son virtuales pleitos a navajazos.
Ya lo dijo el cineasta Michael Moore en aquella entrega de los premios Óscar: “Vivimos tiempos ficticios. Vivimos en el tiempo en donde tuvimos elecciones ficticias con resultados que dieron a un presidente ficticio (refiriéndose, por supuesto, a George Walter Bush). Vivimos un tiempo en donde tenemos a un hombre que nos envía a la guerra por razones ficticias”. Pero aquí y ahora, bajo estos treinta primaverales grados celsius, nosotros no hacemos malos quesos. No, señor. Por el contrario: somos el elogio de la más burda mentira. Ni hacemos ni dejamos hacer.
Pues sí, pero como se ha dicho: no hay peor ciego que el que no quiere ver, aunque siempre están aquellos que pudiendo hacerlo prefieren no tomar ni posturas ni decisiones para corregir al menos un poco cada día los esquemas de la ficción e ir aterrizando la realidad que nos acosa con sus requerimientos, con su solicitud de satisfactores inmediatos, con esa necesidad de que a veces trabajemos en cosas que de verdad sirvan para algo...
En serio, Bocelli...
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