Trova y algo más...

miércoles, 19 de agosto de 2009

Ese no es mi problema…

Cerremos los ojos e imaginemos un mundo en el que el quehacer cultural es subestimado cotidianamente; un mundo donde las políticas económicas, con su globalización angustiante, prevalecen por sobre todas las otras manifestaciones humanas.
Imaginemos que en ese mundo las carencias sociales son vistas como un valor de uso cotidiano; un mundo donde el hambre de miles de millones de habitantes es sólo una línea de discurso; un mundo en el que la pobreza y la riqueza son hermanas siamesas que comparten un solo corazón, es decir: no pueden vivir una sin la otra.
Ahora abramos los ojos a la realidad, esa que no se ha modificado ni un ápice en el rápido viaje desde nuestra imaginación hasta el instante físico que nos permite sobrevivirlo, y apelemos a las teorías edificantes de los que le han dedicado su vida a desentrañar los misterios de las múltiples expresiones humanas, o naveguemos a la deriva en la irresponsabilidad absoluta de quienes tienen el encargo social y moral de hacer de la cultura un ambiente de equidad en el que la vida adquiera aspectos de dignidad.
¿Acaso esa es nuestra única opción en el campo de la cultura?
La “cultura”, que no es sólo la búsqueda del confort personal ni nada más un tema que atañe al extensionismo académico, sino un trabajo cotidiano, arduo, que no merece realizarse por teléfono o vía internet, como muchos funcionarios pierden su tiempo, mientras exista alguien que se esfuerce por enderezar los rumbos de la esperanza de una vida mejor para todos bajo el sol inclemente de los poblados menos atendidos por el sistema, sin televisión, sin cinematógrafos, sin carreteras pavimentadas, sin refrigeración, sin toca cd’s ni cuentas presupuestales que manejar a su antojo.
Ni modo: “Aquí nos tocó vivir”, dice Cristina Pacheco.
“En Sonora”, agregamos nosotros, con un orgullo que nos atraviesa el pecho como la aguja a la mariposa del coleccionista.
Y como nos tocó vivir en Sonora, lo más probable es que si buscamos en nuestro entorno inmediato, seguramente encontraremos no a uno sino a una buena cantidad de individuos que, como buenos émulos de Goebbels, al sólo embrujo de la palabra cultura le cortarían cartucho no sólo a su Browning: también a su rifle de asalto AK-47, mejor conocido como “Cuerno de chivo”, que se ha vuelto parte de nuestro paisaje local, como las botas, el sombrero y la Tecate en la mano, helada-helada (como debe ser).
Lo peor del asunto es que muchos adictos a esos metafóricos “Cuernos de chivos” son funcionarios de instituciones culturales que han sentado sus reales detrás de mullidos escritorios y de una placa sin brillo donde aparece su nombre grabado con letras de molde, grandotas y groseras, como para que todos sepamos quién manda en esa oficina.
Así también está ordenado nuestro caótico mundo regional, sin imaginaciones, sin imaginerías. Ese es el caldo de cultivo donde muchas personas se levantan cada día con la íntima esperanza de colaborar a que el mundo sea cada vez menos hostil y un poco más humanizado.
Que creen en la paz y en sus principios fundamentales: el diálogo, la concordia, la cultura…
Personas como ustedes (y como yo, si me lo permiten), que contribuyen a preservar los rasgos culturales de los colectivos humanos que los sociólogos antes y ahora los antropólogos llaman sociedades.
Aquí nos tocó vivir. Ni modo. En las buenas y las malas. En las altas y las bajas. En tiempo de aguas risueñas y en sequías espantosas.
Y vivimos pese a todo: sonamos, mal que bien, y soñamos, bien que mal.
Con nuestros cuerpos sudorosos hemos reflejado, entre el espejo del agua de ayer y la lámina del cemento de hoy, la luz maravillosa de los mediodías calcinantes, cientos de años después de que nuestros ancestros, con la esperanza infatigable puesta en el atardecer de cada día, fundaran ciudades mitológicas que aún perduran a pesar del vendaval de los tiempos, del neoliberalismo, de la globalización y del Tratado de Libre Comercio de América del Norte: Oposura, Óputo, Cucurpe, Caborca, Arizpe…
Sin saberlo, nuestros anónimos ancestros tejieron esas relaciones sociales objetivas y especializadas en la generación, preservación y difusión de representaciones de la realidad, de su entorno, de sus señales al futuro, de todas las sendas que nos heredaron insospechadamente, y que —en el marco de una organización que garantiza su sobrevivencia y reproducción— se instala en la acción de pensar y representar el mundo que se habita en el momento mismo en que se respira, fenómeno social que hemos definido con el simple sustantivo de “Cultura”.
Y es que la cultura, más allá de las definiciones fáciles, es una estructura que debe entenderse como un sistema de posiciones, de fuerzas y, simultáneamente, como un espacio de lucha por la preservación o transformación de esa estructura, como punto central de toda la dinámica social.
Pero no fue con teorías como nuestros ancestros dejaron sus señales de vida en La Pintada.No fue con discursos como moldearon la cerámica en Trincheras, ni con retórica aprendieron a vestirse con cuero para que los matorrales de los días y las espinas de los cactus no los hirieran.
Fueron mil años de observar las costumbres de los animales para aprender sus movimientos y reproducirlos en la Danza del Venado; de recorrer el curso de los ríos para asentar sus esperanzas recién sedentarizadas junto a las aguas; de contar los días de las fases de la luna y la ubicación de la estrella Polar para prepararse contra el invierno.
Y en el ínterin, aprendieron a vivir en sociedad, a marcar su territorio con la paz de la guerra cuerpo a cuerpo, a tejer cestas, a pintarse la cara, a momificarse con los minerales de las cuevas para enviar al futuro el mensaje de algunos rasgos culturales que marcaban su cotidianidad, presentes como el sol y la lluvia, y sencillos como el vuelo de las aves y el correr del jabalí.
Todo el universo silvestre estaba al alcance de la mano, mientras los dioses caminaban al lado de nuestros ancestros y recogían piedras para levantar los nichos de una paganidad más inocente que maliciosa, más ingenua que corrupta, más orgánica que visceral.
Pero la historia, salvaguarda de todo lo que deriva del sello comercial de los imperios, nos ha mostrado una y otra vez en el discurso de los vencedores que el paraíso es una franquicia de viejo cuño, y que dios también tiene copy right como la Virgen de Guadalupe.
Los licenciatarios no suelen perdonar el derecho de peaje; por el contrario: han hecho todo lo humanamente posible por arrasar naciones, imponer lenguajes y trastocar costumbres en favor de los beneficios comerciales que las instituciones divinas, regenteadas por los hombres, le han endosado como cheques en blanco.
En ese arrebato literal que cerebralmente organizaron los trashumantes de la búsqueda enfermiza de riquezas ajenas, se pusieron e impusieron los cimientos de todas las sociedades contemporáneas: desde las orientales fastuosas y las eróticas griegas y romanas, hasta el Irak derruido por las bombas inteligentes de una coalición virtual con el signo de la muerte por petróleo en la frente.
En la cebolla de la historia de la humanidad, se han encontrado capas notables donde por periodos determinados los colectivos humanos desarrollaron avances tecnológicos inimaginables hasta que fueron barridos por las hordas del pasado, que sentaron sobre las ruinas, antes esplendorosas, la miseria y la desesperanza.
Mientras, al mismo tiempo, en otras latitudes geográficas, se edificaban construcciones faraónicas que aún hoy desconciertan a los expertos.
Una capa asombrosa sobre otra vacía encima de una deslumbrante: la cebolla de la humanidad.
Así, en esta tierra de sahuaros gigantescos, camino alucinado hacia el mítico El Dorado, los dioses cobrizos vestidos con taparrabos se hicieron uno solo, y extraños individuos lo colocaron en un cielo inalcanzable.
Atrás quedaron los cientos de años picando la piedra de lo que hoy denominamos cultura regional: desde el primer hombre que cruzó el valle y el desierto sonorense hasta Natalio Bencomo; desde el náufrago Álvar Núñez Cabeza de Vaca hasta Sergio Rascón; desde el colonizador Juan Bautista de Anza hasta Alonso Vidal; desde el Padre Eusebio Francisco Kino hasta Juan Antonio Ruibal…
Desde la leyenda de Lola Casanova hasta Norma Alicia Pimienta; desde la fundación de la Universidad de Sonora hasta el teatro bar hilarante; desde Alicia Muñoz Romero hasta Doña María y sus coyotas; desde los bailes en el Club Verde hasta los aguajes y los tables dance de la modernidad…
La cultura sonorense con todos los pelos y señales de vida.
“Cultura”. Esa palabra que oprimía el ni tan oculto botón de la indignación en Goebbels.
“Cultura”. Eso que definimos de manera general e irresponsable en unas cuantas palabras: “Es todo lo que el hombre hace”, como si fuera el jarrito maravilloso donde todo cabe sabiéndolo teorizar.
No faltará quien venga a soplarnos al oído que cultura es el proceso de enriquecimiento, afirmación y difusión de los valores de nuestra identidad nacional, y la participación libre de los individuos y de los grupos en el disfrute de los conocimientos. ¿Y cómo decirle que no?
“Cultura es el modo de vida de un pueblo, integrado por sus costumbres, tradiciones, normas y expresiones artísticas. Estos poseen una carga significativa que refleja una percepción y una visión de mundo específica, pues la vivencia y por ende la realidad ante la que se está presente es distinta para cada grupo social”, nos dirán los intelectuales que pierden su tiempo tomando café en el Sanborn’s una tarde sí y la otra también.
Y, en consecuencia, cada concepto de cultura tiene su propia política cultural, que en resumen es el ambiente Windows donde las sociedades construyen su propio devenir cada día.
Así, una política cultural que se asuma seria y responsable, profunda y trascendente, habrá de partir del rescate de las raíces de una colectividad determinada, porque la creación, disfrute y preservación de los bienes artísticos y culturales es elemento esencial de una vida digna para todos.
Más aún: el desarrollo cultural es un factor imprescindible de nuestro progreso político, económico y social… Estos son los principios que orientan una acción eficaz y participativa, con el fin de alentar la creatividad de la población y ampliar las oportunidades de acceso de los diversos actores de la sociedad al goce y la recreación de la cultura, en toda su amplia gama de manifestaciones, desde las económicas y sociales, hasta las meramente artísticas, pasando por el deporte, la seguridad pública, el desarrollo sustentable y la infraestructura urbana, entre otras muchas.
En esa amplitud magnífica, desde la antigüedad clásica, y aún antes, se pensó que habría que construir los límites para establecer un Estado de Derecho, las mojoneras jurídicas en la que gobernantes y gobernados convivieran bajo las mismas reglas, sin ventajas abusivas, manteniendo el equilibrio de la equidad como pieza fundamental para la convivencia social.
Y así surgen los códigos que constituyen individualmente las naciones para tejer los diferentes hilos de la sociedad, y las leyes que emanan para encausar individualmente la vida común de los ciudadanos en torno a un mismo objetivo: el fortalecimiento nacional en un marco de Derecho para sustentar con bases legales al Estado.
En esa estructura estamos inmersos todos. Vamos y venimos por los diferentes caminos que el sistema nos traza en ocasiones con malicia, a veces con transparencia, casi nunca con los elementos de un amplio beneficio cultural, entendido como el todo que nos hace y nos deja hacer de la vida una herramienta para dejar nuestra huella como signo de presente para el futuro.
Y aquí, en la búsqueda integral, como personas y personajes de la vida, como gestores culturales, al fin, es donde surgen las preguntas urgentes y necesarias: ¿Hacia dónde encaminar la acción cultural estatal? ¿Qué políticas culturales es necesario emprender en la búsqueda de un mejor entendimiento de nosotros que nos dé sentido como partícipes de una realidad común, contemplada desde diversos horizontes?
El cuestionamiento es válido, pero no sólo cada seis años o cada diplomado, lo que suceda primero; es necesario mantenerlo como un referente continuo: son preguntas mínimas que deben ser respondidas desde todas partes en un diálogo permanente y abierto.
Entender la acción cultural del Estado como el conjunto de una serie de actividades encaminadas al entretenimiento y a la recreación, a la reproducción de una serie de valores morales y la afanosa búsqueda de la identidad perdida no es sino el rostro externo de una preocupación que no nos asegura en realidad dar sentido a dicha acción.
La cultura no se integra en la acumulación de eventos o en la enumeración de actividades; no es en la mera observancia de exposiciones, en la audiencia de propuestas musicales, entre otros elementos, donde se centrar el debate sobre lo que nos identifica y lo que nos gusta; la discusión entre lo tradicional y lo moderno, si no rebasa el maniqueísmo y el regionalismo nacionalista y se constituye en política cultural, es una bolsa sin fondo donde nunca serán suficientes los recursos, ni los grupos artísticos para satisfacer las expectativas de la sociedad a quien va dirigida.
Esto es, si no se reflexiona a fondo sobre las necesidades que se desea cubrir con la acción cultural sustentada por el Estado, se cae permanentemente en el riesgo de generar una política cultural en el vacío, sin política y sin cultura, donde se reproducen los esquemas del centralismo que tanto han afectado el desarrollo de la vida nacional; de este modo la acción cultural se concentra en los núcleos urbanos y relega al folclor las expectativas del grueso de la población que habita los desiertos, las sierras, los valles la costa y la frontera.
En el mejor de los casos, se hace cultura para círculos de iniciados y promotores y gestores culturales, y no se rebasan las expectativas de ¿vendrá el público?, o su contrario: “es que la gente no entiende estas cosas...” rodeándose de creadores de la cultura desvinculados de toda realidad y más enfrascados en asegurar posiciones y afianzar alianzas que en la creación misma.
No debemos dejar de tener en la conciencia el hecho ineludible de que la cultura no la crea ni el Estado ni las Instituciones; que no son sus dueños ni sus únicos depositarios, aunque siempre se crean la instancia última en las decisiones que la atañen.
El Estado tiene, efectivamente, la obligación de asegurar las condiciones de reproducción y desarrollo del patrimonio cultural entendiéndolo como lo que realmente es: vida y movimiento, y esto significa esencialmente respeto a los derechos humanos y la capacidad de decisión.
Habría que preguntarse qué sentido tiene vanagloriarse de los logros culturales de una institución (libros publicados, discos grabados, talleres organizados, conciertos realizados, exposiciones montadas y demás medallitas virtuales) si los integrantes de nuestra misma sociedad se ven ante la única posibilidad de mendigar o limpiar vidrios, como escasas alternativas de vida. O delinquir.
Habría que pensar en los peregrinos indígenas que buscan acercarse a las fronteras en busca de algo mejor de lo que tiene en su tierra, rebasando el perversamente ingenuo argumento del regionalismo que los reduce a marías que dan un mal aspecto para la sociedad, o curiosos herederos del penacho de Cuauhtémoc que vienen a danzar a nuestros cruceros, como tantas veces ha dicho la prensa local.
¿Es que acaso no son ellos, tanto como nosotros, mexicanos y están por lo tanto en la misma Constitución que pretende ampararnos y que desconocemos olímpicamente? ¿No merecen apoyo para poder trabajar dignamente donde ellos lo deseen, aunque frecuentemente sea tan sólo deseo, ya sea en su tierra de origen o en cualquier punto de la nación a que todos pertenecemos son discriminados?
¿Cuántos malabaristas y tragafuegos callejeros necesitamos para aceptar que algo está mal en la estructura de nuestra sociedad, cuántos chicleros, cuántos pizcadores golondrinos vagando de campo en campo tratando de asegurar unos centavos más?
Las ciudades van creciendo y las franjas de casas hechas de todos los materiales imaginables y asequibles engrosan el expediente del despojo y la resistencia, condiciones de vida a que nunca obligó este territorio a sus habitantes originales, se reproducen en muchas partes en las periferias de la ciudad, donde el delegado da y quita la esperanza de un lugar propio.
¿Cuántas ciudades se van creando alrededor de nuestras ciudades? Esto lo vemos en Huatabampo, Navojoa, Obregón, Guaymas y Nogales, tanto como en Hermosillo. De cualquier modo, a estas ciudades de cartón e ilusiones poco a poco van llegando algunas gotas de agua y la esperanza de un foco y un abanico para pasar las tardes y las noches calurosas.
Pero no han llegado esos promotores y gestores culturales que tanto se han celebrado en algunas sesiones de la demagogia, entre café, jugo de naranja, galletitas y sonrisas esculpidas con el cincel de la ignorancia.
Porque allá, en las ciudades perdidas alrededor de los brillos fastuosos de la ciudad reconocida y oficializada por los arbotantes, el expediente de la cultura lo cubren a su modo los cines de húngaros, los aguajes y la música de las grabadoras, el siguiente capítulo de la novela, las pasiones que se desbordan en las pequeñas páginas a color de la literatura industrial, la quinceañera, la boda, el bautizo y el compadrazgo aguerrido.
Y es que viviendo a orillas del basurero municipal, ¿iría usted a un centro cultural, a los talleres de verano, a una exposición de pintura, a una ópera, a la presentación de un libro, sobre todo cuando se sabe que el transporte deja de funcionar a las ocho de la noche y después de tomar la decisión que esa noche usted y su familia no cenarán pero verán una obra de teatro?
Difícilmente.
Ah, preguntará algún despistado: ¿Es que la cultura también tiene que ve con el transporte urbano, con la seguridad pública, con la economía familiar? Claro que sí.
“Pero ese no es problema mío”, contestarán ante la prensa los funcionarios más cínicos que dirigen entidades que tienen que ver directamente con los fenómenos y manifestaciones culturales. Los menos, se encerrarán en sus oficinas refrigeradas para no dar la cara, mientras garrapatean nuevos discursos para engañar a las teorías e inventar los hilos negros de la mediocridad.
Pero tampoco hay que creerse aquello de que la cultura vive en la ciudad, de que en la sierra viven las tradiciones de antaño y que en el mar la vida es más sabrosa.
Como alguien preguntaba alguna vez: “¿Qué les ofrece el Estado y las instituciones, además de solidaridad y la formación de cuadros humanos que no se quedarán en su terruño, a los habitantes de Santa Rosa, ahora que el camino a Yécora ya no pasa por ahí? ¿Qué esperan de las instituciones y los partidos políticos los pescadores y sus familias que viven hacinados en los campos pesqueros? ¿Qué programas culturales esperan los habitantes de los pequeños poblados de la costa visitados de tanto en tanto por los remolinos del desierto y los misioneros de las papitas?, entre otros de los múltiples sitios del estado que viven virtualmente al margen de la modernidad…
“¿Cuándo dejarán los guarijío de tener que cargar sobre la espalda materiales de construcción, despensas, aperos de trabajo y todo lo que se pueda necesitar para vivir adecuadamente en la sierra, a falta de un mínimo trazo de terracería que les permita tener mayor acceso a la sociedad?”
La cultura, también, está obligada a respondernos estas preguntas, que no sólo de diplomados vive el hombre.
Y ¿qué hay de aquellos que no tienen opciones, de los que han vivido siempre a la sombra pegajosa de las estadísticas grises de la pobreza? ¿Qué hay para ellos en este mundo dispuesto para los triunfadores? ¿Qué respuestas le ofrecemos a tantas preguntas que se formulan en el silencio de los barrios marginales, en la dolorosa realidad de la miseria, en la enfermiza cuna de las familias desintegradas, disfuncionales ante los ojos de los aparatos burocráticos? ¿Cuántos sueños, cuántas esperanzas se quiebran sin siquiera tomar la forma solitaria de los niños que en su corazón quisieran llegar a ser doctores, ingenieros, abogados, maestros, artistas, o simplemente llegar a ser alguien en la vida?
Las preguntas están ahí, siempre han estado. Pero las respuestas son tan escasas que el silencio las arropa con su manto de vergüenza.
Y es que se necesita ser muy cínico para no reconocer que hay un poco de maravilla en el trabajo que busca el beneficio de los demás, sobre todo de aquellos que al llegar cada noche sienten que el cálculo de su vida es una resta constante, mientras que las sumas están en el lado luminoso de la ciudad o en la tentadora opción que representan los oficios deshonestos y la práctica de la ilegalidad.
Las respuestas son pocas, ya se sabe, pero existen. Y esa debería ser nuestra motivación para seguir adelante y no escudarnos en respuestas tipo “Ese no es problema mío”.
Pero entonces… ¿dónde queda aquello de experimentar el gozo de crecer en los demás…?
No se trata de ser sabios o todólogos.
No se trata de enfermarse con el “Síndrome de la azafata”, sino de aprender a discernir entre las múltiples opciones que la realidad ofrece, y darse cuenta que la intuición es también un rasgo de la inteligencia.
Pero encima de todo, hay que buscar respuestas a preguntas que ni siquiera se han formulado: cuestionarnos razones, porqués, causas, motivos que nos hacen conducirnos equivocadamente, como frecuentemente lo hacemos.
¿Para qué, entonces, trabajar con simbolismos, con las señales de la vida, si no podemos modificar conductas para bien?
Y es que si la asistencia a una función de teatro no nos hace cambiar la manera de ver nuestro entorno, entonces de nada sirve montar las obras, salvo para el Informe de Actividades.
Si una ópera no nos atempera el deseo pernicioso de alcoholizarnos hasta embrutecer, ¿de qué sirve entonces tanto esfuerzo si la mayoría vamos a seguir siendo los mismos salvajes hijos de la cultura del esfuerzo?
¿Que no es nuestro problema? Claro que si, porque de otra manera no se justifica nuestra presencia ni como individuos ni como instituciones en la búsqueda del bienestar cultural de nuestro entorno, que es donde comienza toda la humanidad…
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