Trova y algo más...

sábado, 31 de octubre de 2009

De vuelta el otoño...

El otro día, cuando Amaury Pérez estuvo por aquí, Araceli y yo acudimos raudos y veloces a escucharlo.
No era la primera vez que estábamos en un concierto de Amaury, pero nos resultan siempre gratos porque, aunque canta casi siempre las mismas canciones, lo hace con una pasión tal que parece que recién las terminó de componer.
Además, esa vez estuvo solo en el escenario, acompañado de su guitarra, como realmente lo debe hacer un trovador, y echó el resto, como dicen, para complacer al puñado de gustosos de la música del cubano que nos dimos cita aquella noche del 6 de octubre, cumpleaños de Arely, por cierto.
A mí me gustan muchas canciones de Amaury Pérez. Sería largo enumerarlas aquí, pero hay una que para mí sobresale por sobre todas porque, ¿alguna vez lo mencioné?, a mí me fascina el otoño, con su carga de nostalgia, alergias y béisbol de la Mexicana del Pacífico.
Pienso que en mi vida anterior fui gato callejero y que andaba en los tejados del otoño muriéndome de amor por las lunas de octubre, que según aquella tonada, son las más hermosas. Y mire Usted, lector amigo, que tiene razón.
“Dame el otoño”, se llama la canción de Amaury, y de memoria traigo unos versos para que esta columna tenga algo interesante:
“Dame el otoño si apagué la llama urgente de un sueño atado al cinturón de la caricia, y la ansiedad cual penitencia, eternamente, si es que el deseo me robó la maravilla. Dame la prisa de un olvido no anhelado, si no hubo beso que venciera lo azaroso, la maldición de un golpe bajo en el quejido, el sollozar de cuanta estrella atrapa el ojo...”
El caso es que el otoño puede sacar cosas que el hombre se calla, cosas que queman por dentro, cosas que encienden el alma. Y entonces es cuando uno empieza a ver que la gente se transforma: es común observar que en las noches de luna llena algunos lobos se convierten en hombre y salen a cazar espíritus bajo un vaho de mariposas amarillas que emanan una fragancia melancólica. El otoño, otra vez.
El otoño es un jirón de polvo tendido en la tristeza. Nos vuelve más sensibles física y emocionalmente, sobre todo por las tardes, cuando el sol empieza con su ruidajo de cielos rojizos para avisarle al mundo que ya se va, como si en verdad se fuera, y nos va dejando un velo gris que cuelga de hilos invisibles y cubre las calles de aquellas colonias que todavía no conocen eso que la posmodernidad llama pavimento, y que es lo primero que ponen en las ciudades de verdad. En fin.
Si uno espera el atardecer, podrá observar perfectamente que de aquel cielo que en verano parecía propaganda política de tan azul, bordado primorosamente con simulacros de nubes blancas para que las vacas no perdieran la esperanza de que alguien estaba armando un mejor futuro, pero que hoy es fiel reflejo del presente que nos heredaron, baja una cortinilla de polvo grisáceo que el otoño ha moldeado con sus manos tristes para atemperar el alma, ahora que la Navidad se acerca como tren sin frenos.
Otra vez el otoño.
Otra vez las mismas aves de la tristeza aletean sobre las líneas amarillas que uno escribe inconsciente, como si fueran la receta de un medicamento que no existe porque para el alma no valen cucharaditas de jarabe ni pastillitas amargas, sino el más simple remedio casero que sigue siendo un abrazo bien apretado, un pellizcón en el centro de la felicidad y un beso sonoro para espantar a los pájaros de la melancolía que revolotean descaradamente sobre uno y se asoman sin pudor a los párrafos que alguna voz del otoño nos dicta en un susurro lento, como un viejo recuerdo de alguien que hace mucho que se fue en la muerte y que en el olvido se nos ha ido más lejos.
“Y dame, al fin, la sombra triste que en lo oscuro sin más piedad deja la luz sin voz ni vuelo, porque le estorban claridades y ternuras a un torpe tipo avasallado por los sueños”, cerró Amaury aquella canción mientras que una lágrima literalmente otoñal se deslizaba por la mejilla del recuerdo, que las canciones también sirven para que el otoño reviva cada vez en ese instante infinitesimal que se abre de par en par como puerta al pasado para echarle un vistazo a todos aquellos que se quedaron detrás de una cuesta del tiempo y que cada dos de noviembre se aparecen sin voz ni vuelo, precisamente, por su taza de café o su caballito de tequila.
Justo como huella pintada en el otoño, otra vez.
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