Mi abuelo era un hombre parco, enjuto y serio que gustaba de tomar el sol invernal por las tardes en la plaza hoy dedicada al Maestro, junto a la Capilla de Fátima. Muchas tardes de mi infancia lo acompañé a ver mirar pasar a las muchachas y a esperar la muerte con la tranquilidad que ofrece haber vivido una vida plena y llena de satisfacciones.
Mi abuelo solía contarme historias del pueblo que había ayudado a construir en el mapa de la esperanza, tan cerca de Hermosillo ahora, como tan lejos entonces, en su antigua juventud, cuando tenía que sortear las partidas de apaches que merodeaban el monte en busca de inocentes para robarles sus más preciadas pertenencias, entre ellas, en ocasiones, la existencia. "Hacíamos día y medio de Santa Rosalía a Hermosillo --me comentó una tarde-- a bordo de carretones tirados por bestias de la nostalgia que caminaban más por tristeza que por convicción".
Hoy, mi hermano, al volante de un pickup y con un six de copiloto, hace menos de dos horas (incluyendo tres paradas higiénicas para alegrar la vejiga).
Una tarde de verano, mi abuelo me contó que cuando cantan las chicharras es que se iba a soltar un llovidón que haría correr el agua alegre y sin amarras por las calles de la felicidad. Pero eso era antes, cuando llovía, porque ahora la lluvia es sólo un recuerdo polvoso que cubre de melancolía los baches de esta ciudad semaforizada que se esconde detrás de todas las piedras del pasado.
¡Ay, abuelo!, si supieras cuánto han cantado las chicharras en estos últimos días: necesitarías estar aquí para invocar la lluvia, esa agua de vida que debería caer del cielo como caricias de dios, pero ya no estás más en esta tierra y en estas calles que se deshacen como terrones en la memoria.
Necesitarías estar aquí para demostrarle al mundo que habitamos que los milagros son más que nada vocaciones del alma, cuestiones de fe que a veces hacen llover.
Abuelo, yo aprendí contigo que las chicharras no sólo son insectos que restriegan sus patas y sus alas para cautivar esos sueños que se visten de agua y que bajan de los nubarrones que nos han olvidado acaso para siempre.
Las chicharras pueden ser también trozos de la esperanza que no tienen partido político ni claman por desaladoras ni se montan en el carro de la demagogia ni obedecen a las diferentes voces de la religión: no son esas ovejas que necesiten pastores que las conduzcan al borde de la presa para orar por la lluvia. Solamente son fragmentos de ilusiones que dejan brotar su chirrido como brota el agua de las decenas de fugas que hemorragian la ciudad.
Ay, abuelo, cuánto estar ahora en tu ausencia y cómo estar aquí escuchando las chicharras diciéndonos desde la copa moribunda de los árboles, con ese sonido chirriante que taladra los sentidos como llave que gotea a media noche y que parece decirnos en su monótono cantar: ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva...
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